Similar a lo que le ocurría al poeta Alberto Cortés –que tenía su escaramuza emocional con un árbol– yo tengo algo parecido, pero con tres arbolitos.
Sí, aparte de mis tres hijos: María José, Marco Antonio y Marcela, también he “adoptado” a otros tres, llamados “Primero”, “Segundo” y “Tercero”. Mis hijos son mi adoración y mis arbolitos son mis compinches.
Nos contamos nuestras cosas, nos cubrimos las fallas y nos sostenemos el uno al otro: yo los cuido y, a cambio, ellos me dan vida, porque literalmente oxigenan mi existencia. ¿Puede haber mayor prueba de amor?
Como en todo romance, a veces nos hacemos reclamos: “¿por qué no me dan sombra de este lado?”, les digo. “¿Por qué no nos has podado en tres semanas?”, musitan ellos. “¿Qué vas a hacer con esas hormigas, que me están comiendo una rama?”, reclama “Tercero”. Son conversaciones entre seres que se aman. Sí, porque reclama el que ama, cosa que a menudo no entiende ni aprecia el ser amado.
Como podrán suponer, también hay celos de por medio, no tanto entre ellos, pero sí con la hiedra que a pocos metros lo envuelve todo y –lo peor de lo peor– con la veranera del fondo. Tanta belleza se les hace “insoportable”, especialmente entre enero y abril, cuando la veranera desata su orgía de color y nos embruja a todos con su frondoso arcoiris de lilas, desde el violeta más intenso, hasta el lila más delicado. Eso sí es difícil de sobrellevar, aunque en el fondo, tales celos son admiración. Mis tres arbolitos darían lo que fuera por romper el monopolio del verde, color del que han hecho su vida, su rutina y su ropaje. “¡Qué daría por ser violeta, o tal vez un poco de lila!”, parece decirme “Primero” que, por cierto, viene saliendo de una sequía en sus ramas superiores.
También aprendo de mis arbolitos. A veces, sin siquiera proponérselo, me enseñan que todo cambia, que no todos los verdes son iguales, por verdes que sean; y que a veces es necesario cambiar de tono y mudar las hojas para enfrentar las distintas épocas de la vida. Mis arbolitos lo saben y, de pronto, sustituyen el típico verde musgo con un refrescante y sorpresivo verde limón. En el suelo quedaron las hojas, como mudos testigos del ciclo natural de la vida: hojas ayer, alfombras hoy. Profundo mensaje.
También me han enseñado que hay un tiempo para todo, hasta para podarlos. En mi ansiedad de padre “primerizo”, he tenido que aprenderlo, cometiendo errores o irrespetando –sin saberlo– los ciclos naturales de renovación. Hace unos meses subí a sus ramas, mal armado con unas tijeras, y los podé más de la cuenta. Ellos lo notaron, se resintieron y por angustiantes semanas, sus ramas secas fueron la bandera de su enojo, especialmente “Primero” que, después de perdonar mi imprudencia, recién ha vuelto a hojear.
Aprendí mi lección: hay un tiempo para todo. No se pueden quemar etapas, pero tampoco adelantarlas. Mis arbolitos lo saben.
¿Tiene usted un árbol? Si no lo tiene, siembre uno. Póngale atención: aprenderá mucho.
Son amigos fieles, tolerantes, maestros en adaptarse a la realidad, especialmente a los rigores del clima, para así poder sobrevivir. Enseñan a aceptar con donaire los efectos del cambio y si se comete un error con ellos, son tan nobles que perdonan y envuelven en un inmerecido manto de oxígeno.
¿Quiere un amigo fiel? Siembre un árbol.