El año pasado pasé la navidad en Portugal; estaba estudiando en la Facultad de Economía de la Universidad de Oporto, y estando allá me invitaron a realizar un voluntariado muy particular la noche del 25 de diciembre. El voluntariado consistía en caminar por las calles de la ciudad, dando abrigos, cobijas, chocolate caliente y postres navideños a las personas que duermen en las calles. La idea me pareció muy interesante y acepté.
Era invierno en Europa. En Oporto suele llover mucho y por la noche la temperatura oscila entre los -2 y 2 grados. Como buen tico, esa noche salí de casa con 2 abrigos, bufanda y guantes. Las calles de la ciudad estaban llenas de luces navideñas. Empezamos a caminar a las 10 de la noche; Dios nos regaló una noche despejada, llena de estrellas; la luna se postró sobre nuestras cabezas, como si quisiera ayudarnos en nuestra misión.
El recorrido de esa noche fue liderado por el Sr. Luis, un portugués que vivió en las calles durante 3 años y ahora había logrado, por milagro divino, como relata él mismo, salir adelante. Al dar los primeros pasos tuve muchos prejuicios; temía que algún “sin abrigo” se pusiera violento o quisiera agredirnos, pero el Sr. Luis iba a la cabeza, contando historias, chistes y toda clase de anécdotas, que distrajeron mis pensamientos.
Conforme caminábamos, mis temores se disipaban, los “sin abrigo” nos sonreían, tomaban café y conversaban con nosotros; empecé a notar que tenían más interés en hablar que en comer. Nos acercamos a un cajero automático, el Sr. Luis tocó la pared de vidrio y un hombre se levantó a abrir la puerta como quien abre la puerta de su casa, le dimos café, lo puso en su mesa, justo a la par de las teclas del cajero, mientras comía un queque navideño; seguimos caminando y decidí ir al frente al lado del guía.
Cuando me acerqué, notó que mi acento no era precisamente el de un neto portugués, así que yo le dije que era de Costa Rica. Él comenzó a hablar en español y me dijo, “¡Ah entonces tu eres de la Suiza!”. No pude evitar pensar que en Suiza no hay personas en la calle. Sonreí y le dije: “ja ja ja ja, sí... la Suiza... allá la cosa está peor que aquí”. Él sonrió, acertó con la cabeza y me dijo “todos somos iguales, tenemos las mismas necesidades, no importa el idioma o color, ¿o acaso tú no comes comida cómo yo?”. Sonreí y seguimos caminando.
Nos acercamos a un señor de edad avanzada que estaba durmiendo sobre un cartón a la entrada de una tienda, se sentó para tomar café y comer algo, le ofrecí un abrigo y sonriendo me dijo: “muchas gracias, pero yo ya tengo dos, mejor dele a otra persona que no tenga” y señaló a otros “sin abrigo” que dormían unos pasos más al frente. Terminó su café y dijo que ya estaba satisfecho; por dentro pensé: “¿será que este señor sabe que hoy es Navidad o estará un poco extraviado?”. En ese momento el hombre se acostó de nuevo en el cartón tomó la cobija y, sonriendo, dijo: “muito obrigado minino, bom natal”, cerró los ojos y se durmió. Quedé impactado, recuerdo que le dije a una amiga que no podía creer que él prefería rechazar el abrigo para dárselo a otra persona; yo también tenía 2 abrigos y aún así tenía frío.
Valor de las casas. Don Luis escuchó mis palabras y me dijo: “mira, te voy a explicar; ven conmigo voy a mostrarte lo que fue mi apartamento durante 3 años”. Caminamos un poco y me llevó debajo de lo que era un pequeño techo a la entrada de una tienda; ahora solo estaba la estructura de metal oxidada. Me dijo: “acá poníamos un plástico para no mojarnos y cajas de cartón en el suelo, dormíamos 3 y siempre pasábamos bastante frío... Pero, dime, ¿tú crees que aquí yo puedo tener más de 2 abrigos? ¿O más pantalones de los que puedo andar puestos? ¿Dónde los guardaría? ¿Podría guardar comida en algún lugar sin que se descomponga? Las personas que viven en la calle entienden el verdadero valor de las cosas, lo que para muchos es solo un abrigo, para ellos es su única ropa, lo que para algunos es una tajada de pan, para ellos es la comida de un día. Entienden que no pueden tener más de lo que necesitan porque se va a perder y saben que hay más como ellos que si lo ocupan”. Me puso una mano en el hombro y seguimos el recorrido.
Esa noche pensé en muchas cosas. ¿Será que necesitamos todo lo que tenemos? ¿Cuánto de lo que tengo no lo utilizo? ¿Estaría dispuesto a dar algo que necesito a otra persona que no conozco? Pienso que el mejor regalo que pudimos dar esa noche no fue el café, las cobijas o los abrigos, fue el hecho de hacerles saber que alguien pensó en ellos. Claro, no pudimos competir con ellos; su regalo fue mucho mayor. Rechazaron lo que necesitaban, mientras nosotros les dimos lo que nos sobraba. Es probable que muchas de esas personas continúen en las calles por varios años más, pero esa noche nos dieron una lección de humanidad.
Y usted ¿quiere un abrigo?