Al otro lado de las montañas de San Miguel de Tucurrique existe un pueblo (¿o lo llamaremos aldea?) al que los mismos pobladores han bautizado Qué Mal Estamos. No es el nombre oficial, pero igual que los sobrenombres y apodos, apunta a una percepción social, a algo que las personas ven así.
San Miguel, que está muy cerca, goza de una vista vertiginosa de la cuenca del río Reventazón. Habría que volver cada semana, o vivir ahí, vencido por el espectáculo, para contemplar los acantilados verdes que cortan la orilla opuesta del río, elevándose hasta las pequeñas planicies cultivadas, para subir luego hacia las alturas y la distancia y acabar coronando el paisaje con el volcán Irazú a la izquierda y el Turrialba a la derecha. Desde ahí se otean los cañaverales y la ciudad de Juan Viñas.
Años atrás tuve la suerte de recorrer la cresta que amarra los dos volcanes, casi de cráter a cráter. Este perfil, como sucede con la vista de todas las montañas, va cambiando conforme se asciende. Primero es poco sinuoso; después se dibujan las depresiones y las cimas.
Los cambios en el ángulo de observación modifican el mundo. Hay que retener esto en la memoria para no extraviarse ni en la montaña real ni en la imaginación.
Actividad volcánica. El chorro oscuro se elevaba sobre el perfil del volcán, primero muy uniforme y redondo, y luego, cuando el viento del Caribe lo abatía, se parecía al lugar común de una cabellera despeinada.
Esa erupción del Turrialba comenzó la tarde en que los caminantes dejábamos atrás las colinas de San Miguel, no muy lejos de Qué Mal Estamos. Las erupciones fascinan: en la mañana se eleva una columna oscura, bien dibujada, en contraste con el azul del cielo, y luego, en la tarde, se confunde con las nubes.
Después de San Miguel, la ruta cruza pastizales, sigue un bosque y llega a la cumbre desde la que se ve, un poco más abajo, una torre de telecomunicaciones.
Dos pasos más y sigue una selva densa marcada por terrenos abruptos y planos casi verticales. Es preciso agarrarse a los arbustos, lo cual no evita un resbalón ocasional.
Lo más difícil es caminar cuesta abajo por terreno deforme, pues nadie logra estabilizar el paso. Suele haber troncos caídos sobre las trochas a una altura en que uno se arriesga a darse de cabeza por estar mirando dónde poner los pies.
Como en todos los bosques tropicales, no faltan las plantas con espinas y ortigas: prepárese a rascarse si las roza. Nada de eso obstaculiza el disfrute único de pasearse entre las arboledas, al lado de pequeñas cuencas de riachuelos y robles poblados de musgo y cantos de aves que no se escuchan en otra parte.
La caminata es exuberante, detallada, exigente, bella. Estos 12 km únicos bajo el cielo exigen un esfuerzo continuo y dichoso.
Solo lamento no haber llegado al pueblo Qué Mal Estamos para enterarme por qué lo llaman así. ¿Será una parodia de nuestro mundo?
El autor es escritor.