PARÍS – Un día se podrían erigir monumentos a Vladimir Putin en ciudades rusas, que tendrían la inscripción: “El hombre que recuperó Crimea para la madre Rusia”. Sin embargo, tal vez también se levantarían monumentos en muchas plazas de ciudades europeas, que aclamarían al presidente ruso como “El padre de la Europa unida”. En efecto, la rápida acción de la anexión de Crimea ha contribuido más en la armonización de las posturas de los Gobiernos europeos sobre Rusia que docenas de reuniones bilaterales y multilaterales.
Hace una semana, en Berlín escuché cómo las élites francesas y alemanas estaban de acuerdo en cuanto a cómo responder a la agresión rusa a Ucrania. Claro, las palabras no se traducen en hechos. Con todo, gracias a Putin, la Unión Europea (UE) puede haber encontrado la narrativa e impulso nuevos que ha estado buscando desde la caída del Muro de Berlín.
Europa realmente necesita ese impulso. Confrontada con el deseo neoimperial de Rusia de revisar el orden post-Guerra Fría en Europa, la UE tiene que hablar con una sola voz, si es que quiere ser vista como fuerte y creíble. Y debe unir su voz a la de los Estados Unidos, así como hizo (casi siempre) durante la Guerra Fría.
Los Estados Unidos, por su parte, parecen tener un nuevo brío con la crisis de Ucrania. Es como si la familiaridad de los estadounidenses con su nuevo/viejo enemigo –adversario que entienden de una forma que no entienden a los afganos, árabes o persas– les ofreciera un nuevo propósito. La alianza de las democracias ha regresado, y los comentarios simplistas de que los Estados Unidos son de Marte y Europa de Venus ya no tienen sentido. Al encarar a una Rusia que verdaderamente es de Marte, y que parece entender y respetar solo la fuerza, la firmeza de las democracias del mundo debe imperar, sustentada por un propósito común, que se perdió en Iraq y Afganistán.
A medida que los acontecimientos han ido transcurriendo en Ucrania, las analogías históricas se han multiplicado. De acuerdo con algunos, estamos como en 1914, al borde de una guerra mundial que pocos quieren, pero que nadie puede evitar. O estamos como en 1938, después de la anexión de los Sudetes por la Alemania nazi, frente a un agresor que no se apaciguará. O, incluso, como en 1945, a punto de comenzar la Guerra Fría, que duró décadas. También podríamos estar como en 1991, en medio de la desintegración de Yugoslavia, observando cómo una sociedad multiétnica se divide en campos de batalla. Tal vez podríamos estar como en agosto del 2008, en Georgia, cuando la Rusia de Putin reconfiguró por primera vez un mapa por la fuerza.
Todas estas analogías tienen un elemento de verdad, aunque ninguna se aplica del todo. Sin embargo, para entender la actual actitud y conducta de Putin, tal vez es más importante otra analogía: la Guerra de Crimea de 1853-1856, en la que murieron más de 800.000 personas, incluidos 250.000 rusos.
El pretexto para la guerra, que enfrentó a los rusos, bajo el mando del zar Nicolás I, contra los británicos, franceses y otomanes, era la responsabilidad autodeclarada de Rusia de proteger los lugares sagrados de Jerusalén. El reinado de Nicolás combinó ambición imperial y fervor religioso (dirigido contra el Imperio otomano y la Iglesia católica), y la derrota de Rusia fue gloriosa. Durante el largo cerco de Sebastopol, murieron más de 120.000 soldados rusos. León Tolstói, que participó en la guerra, la hizo su fuente de inspiración para escribir su novela La guerra y la paz.
Putin solía presentarse como heredero político de Pedro el Grande. En cambio, bien puede ser recordado como el nuevo Nicolás I (cuyo retrato tiene en su oficina): un zar ultraconservador que estuvo en el poder durante demasiado tiempo y perdió contacto con la realidad. En una combinación de nacionalismo, ortodoxia y reflejos mentales de sus años en la KGB, Putin representa una mezcla explosiva que se tiene que manejar con precaución, pero, sobre todo, con firmeza.
Esto conlleva la necesidad de estar cerca de Ucrania en el terreno económico y político. Las elecciones generales del 25 de mayo no solo deben ocurrir según lo planeado, sino que también deben desarrollarse en las mejores condiciones posibles, aunque Putin haga lo máximo para desvirtuarlas. Para evitarlo, se requiere frenar a los partidos ucranios de extrema derecha, que, aunque pequeños, tienen fuerza, y cuyo chovinismo antirruso es útil a Putin para, al sentirse agredido por ellos, hacer crecer el conflicto.
No serán suficientes las sanciones a Rusia como su expulsión del G-8, o contra sus aliados más cercanos. El objetivo deseable es convencer a Putin de que Europa (incluida Italia y Alemania) tiene alternativas a su gas y petróleo: por ejemplo, Nigeria y Brasil, o la energía de esquisto bituminoso de los Estados Unidos. En efecto, Putin puede haber ofrecido a Europa la inesperada oportunidad de crear, al fin, una política energética común, una que sea más racional y mucho menos costosa a largo plazo.
Claro, la revisión de largo alcance de las relaciones internacionales a que ahora se enfrenta Europa (el resto de las democracias del mundo) tendrá un costo. Se deberá hacer sacrificios. Sin embargo, en este juego de desgaste, la Rusia despótica tiene más que perder que la Europa democrática. Una cosa es segura: el asunto de Georgia no detuvo a Putin, y tampoco lo hará el de Crimea. A menos que se establezcan ahora límites a sus ambiciones, las temibles analogías históricas se harán más exactas.
Dominique Moisi, profesor de L’Institut d’études politiques de París (Sciences Po), es asesor del Instituto Francés de Asuntos Internacionales (French Institute for International Affairs, IFRI). Actualmente es profesor visitante del King’s College de Londres. © Project Syndicate.