Allá por 1988, don Daniel Oduber visitaba ocasionalmente la Casa Presidencial del mandatario don Óscar Arias. Yo me desempeñaba, entonces, como asesor legal y aprovechaba esta circunstancia para conversar con el expresidente de un tema que le atraía y que, más allá de sus observaciones y lecturas, se enriquecía con su amplia experiencia en la vida pública. Se trataba de la organización y la práctica del Gobierno.
El punto de partida de las conversaciones era que la estructura del Gobierno –del sistema– tal como lo configuran la Constitución y la ley es más o menos acertado.
En Costa Rica, es el resultado de un largo proceso histórico de ensayo, revisión y consolidación dentro de ciertos límites, demarcados por una visión republicana y presidencialista, a partir de un punto cero, indiferenciado, muy remoto: el Pacto de Concordia.
Este andamiaje normativo es factor importante y determinante de la dinámica del Gobierno y de los procesos políticos y administrativos que se manifiestan concretamente en su comportamiento cotidiano. Pero no es el único factor: en el marco de las previsiones normativas, de aquello que el derecho crea y regula, y a lo que da un tono de previsibilidad, normalidad y perdurabilidad, cada presidente, decía don Daniel, imprime, deliberadamente o no, una cierta identidad al ejercicio del gobierno.
Estilo de gobierno. A esta impronta suele llamársele “estilo de gobierno”, y creo que a esto se refirió años después don Luis Guillermo Solís, cuando trataba de distinguir anticipadamente su “estilo de gobierno” del de don Abel Pacheco: “Tendría que ser mucho más proactivo en la búsqueda del estilo de desarrollo. Creo que tengo una posición mucho más crítica que la de Abel en algunos temas. Tendría un equipo también que sería diferente al de don Abel en el sentido de que tendrá una mayor obligación de acompañar al presidente en esos cambios”, dijo Solís ( La Nación , 16/3/2014).
Decía don Daniel que cuando se habla de buenos o malos gobiernos generalmente se peca un poco de maniqueísmo. Pero, ciertamente, agregaba, se puede ser más o menos exitoso contando con un marco regulatorio, mejor o peor, y con lo determinantes o condicionantes que son las circunstancias históricas concretas, si se parte de una selección acertada de los colaboradores más cercanos y se hace entre ellos una apropiada asignación de funciones y responsabilidades.
Don Daniel me explicó que él había organizado su gobierno reservándose para sí aquello en lo que podía desplegar mejor sus habilidades: el manejo legislativo y la política exterior.
El impulso, la coordinación y el control del gobierno se lo dejaba a Carlos Manuel Castillo, su ministro de la Presidencia, pero en realidad, según decía el exmandatario, fungía a manera de un primer ministro.
Esta asignación de tareas no prevaleció, hasta donde recuerdo, en la primera administración de don Óscar Arias; las exigencias de la política exterior del momento, valga decir la guerra centroa-mericana, que amenazó con convertir a Costa Rica en un Estado beligerante, ocupaban una parte importante de la atención de Arias, de manera que el tema legislativo se lo encomendó a su ministro de la Presidencia, así como el impulso y la coordinación del gobierno.
La experiencia. La figura del ministro de la Presidencia como encargado de las relaciones con la Asamblea Legislativa y, más allá de esta, con el entorno o la comunidad política (partidos y líderes políticos) ha tendido a marcar el ejercicio del gobierno cada vez con mayor frecuencia.
Uno podría decir, en este sentido, que la actividad desplegada por el ministro de la Presidencia marca el punto de menor intensidad de una noción angular del régimen presidencialista: la noción de independencia de los poderes del Estado.
Por ello, no es raro que ahora se entienda que un requisito (que el derecho no exige) para ocupar el cargo sea contar con experiencia legislativa, o al menos con acuñada experiencia política.
Dado el hecho, entre otros, de que en la composición de la Asamblea, de un tiempo a esta parte y señaladamente en nuestros días, hay cada vez más partidos minoritarios, que están muy por debajo de alcanzar en solitario la mayoría absoluta o están internamente divididos, los procesos políticos se dificultan de manera que el cargo de ministro de la Presidencia suele ser efímero y su ejercicio especialmente complejo. A esto se suma el decaimiento generalizado del liderazgo en los partidos.
Si uno contrasta las expectativas que Luis Guillermo Solís transmitía hace un año sobre la conformación de su equipo de gobierno y el estilo que quería imprimirle, los números no salen. El entorno presidencial más cercano no muestra destreza política, hay demasiados episodios de confusión e ineptitud.
La Casa Presidencial, adicta a los adagios, parece no haberse dado cuenta de que el frío no está en las cobijas. Pero mayo está a la vuelta de la esquina y es buen momento para recapacitar, abandonar el amiguismo, los consejeros de látigo en ristre y cambiar.
El autor es diputado del Partido Liberación Nacional (PLN).