Desde finales del año pasado y principios del presente, el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, ha impulsado, entre los países integrantes, la aprobación de un voto de censura para el régimen que gobierna Venezuela, el país con las mayores reservas de petróleo del mundo y que, paradójicamente, desde hace tiempo se encuentra sumido en un caos económico, con una inflación incontrolable y bajo un clima de desabastecimiento, represión y miedo insoportables.
Como en la Asamblea Nacional de Venezuela, democráticamente elegida, el oficialismo había perdido la mayoría, y el régimen dictatorial no puede tolerar ninguna clase de oposición, a semejanza de su mentora, la Cuba comunista, ideó sustituir el Parlamento democráticamente nombrado por una “Asamblea Constituyente”, integrada en unas elecciones espurias, la cual, en vez de dedicarse a redactar una nueva Constitución, pretexto bajo el cual fue convocada, ha usurpado, de hecho, las funciones que le corresponden a la Asamblea Nacional. En esta forma, el gobierno de Maduro ha eliminado el último bastión que le quedaba a la democracia venezolana.
Como la televisión, la prensa escrita y las redes sociales nos mantienen bien informados sobre el tema, no estimo necesario ocuparme aquí de esas arbitrariedades, pues ya son harto conocidas. Así pues, me referiré, únicamente, a las razones por las cuales, Almagro, pese a sus ingentes esfuerzos, no logró su propósito.
Miembros. De los veintiún países que suscribieron la Carta Fundacional de la OEA, en Bogotá, el 30 de abril de 1948, veinte de ellos se conservan como miembros activos, junto con Canadá que se adhirió posteriormente. Cuba, expulsada de la Organización en 1962 fue admitida nuevamente el 3 de junio del 2009, pero, de hecho, se mantiene fuera por su propia voluntad, y Venezuela, siguiendo su ejemplo, con fecha 26 de abril último, ha iniciado un proceso para abandonar la Organización. Sin embargo, actualmente se encuentran admitidos como miembros de la Organización los siguientes países caribeños: Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Dominica (no confundir con República Dominicana), Grenada, Guyana, Haití, Jamaica, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y Las Granadinas, Surinam y Trinidad y Tobago.
Por el hecho de haber sido aceptados, estos nuevos miembros tienen los mismos deberes y derechos que los originales suscriptores de la Carta, pues el artículo 6 dispone: “Los Estados son jurídicamente iguales, disfrutan de iguales derechos e igual capacidad para ejercerlos y tienen iguales deberes. Los derechos de cada uno no dependen del poder de que dispongan para asegurar su ejercicio sino del simple hecho de su existencia como personas de derecho internacional”.
Esto puede parecer muy democrático, pero en la práctica los nuevos miembros y los procedentes de la misma ubicación geográfica que posteriormente se incorporen, vendrán a romper el equilibrio que originalmente existía, pues como consecuencia de su subdesarrollo mantienen relaciones únicamente con sus más cercanos vecinos y en caso de cualquier conflicto, planteado ante la Asamblea General, se ven forzados a favorecer a estos últimos con sus votos.
Opositores. Esto sucedió con la justificada moción de censura que proponía Almagro, la cual contaba con la casi totalidad de los miembros originales de la Organización, pero finalmente no llegó a ser aprobada por cuanto los recién llegados, que mantienen relaciones estrechas con Venezuela, se opusieron o se abstuvieron de votar.
En una separata que la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Córdoba, Argentina, publicada en mayo de 1982 y que recientemente llegó a mi poder, el profesor titular de Derecho Público de aquella época, Dr. Alfredo Rossetti, anticipó el problema con gran clarividencia.
Para esa fecha, ya habían sido aceptados como miembros los anteriormente citados, pero los postulantes han aumentado considerablemente al día de hoy, y cuando finalmente todas estas islas del Caribe hayan quedado incorporadas a la OEA, su número sobrepasará con creces al de los veintiún Estados del continente, que suscribieron el pacto original.
Este peligro fue previsto por otro jurista argentino, Hugo J. Cobbi, citado por Rossetti en su monografía, quien llegó a presentar ante la propia Organización un proyecto de admisión que no obtuvo la mayoría necesaria. Votaron demagógicamente en contra Guatemala, Barbados y Chile, gobernado por Allende, y se abstuvieron Jamaica, Trinidad y Tobago y Perú; este último gobernado por el militar Velasco Alvarado, otro representante de la izquierda latinoamericana.
Peligro. Es evidente que estos países falsamente independientes, a los que Rossetti denominó “estadúsculos”, pueden dar al traste con el hermoso proyecto de la Organización de Estados Americanos. Los recién llegados, en ausencia de una economía estable, dependerán, para su subsistencia, de la ayuda exterior, la cual deben pagar mediante sus votos en las asambleas internacionales.
Si esta ayuda la reciben de algún país de nuestro propio continente, se quebraría la paridad entre los países miembros que pretendió consagrar el artículo 6 de la Carta Constitutiva, como hemos visto recientemente al ponerse a votación la moción presentada por el secretario de la Organización, y si la ayuda la reciben de una potencia extranjera, quedaríamos a merced de cualquier imperialismo que por esta vía puede imponernos decisiones contrarias a nuestros propios intereses, lo que bien podríamos calificar como una forma moderna de colonialismo.
El autor es abogado.