¿Qué cosas de nuestra vida deberían estar protegidas de cualquier intromisión ajena? Esta es una pregunta muy difícil de responder porque resulta que lo que somos como individuos fluctúa constantemente entre lo privado y lo público. No estamos fragmentados en dos ámbitos perfectamente circunscritos.
El individuo es el que actúa con otros, el que reflexiona en su interior, el que tiene sentimientos, emociones, pulsiones, ideales; el que se representa a sí mismo en su mente, el que toma decisiones más o menos coherentes con un determinado sistema de valores y el que pretende influir a aquellos con los que se comunica, trabaja o convive.
La persona siempre se manifiesta a sí misma a los otros y se percibe como singular en su interior, como alguien diferenciado en una multitud de sujetos; pero ambas cosas se dan a la vez. Tal vez el único ámbito estrictamente privado sea la propia conciencia, el resto de lo que somos está sujeto a la “publicidad”.
Lo público puede ser entendido como aquello que tiene que ver con la percepción de los demás. Es lo percibido por cualquiera, en un determinado momento, aunque la interpretación de ello no sea unitaria.
Lo público se refiere a lo que es evidente y que no puede ser ocultado, puesto que se trata de una manifestación de lo real. En el mundo interior, por ejemplo, la fantasía –que podría ser determinante o condicionante del comportamiento de una persona– puede permanecer oculta a otros, solo es accesible por medio de la narración/descripción del sujeto que la tiene. Igualmente ocurre con otros componentes de la conciencia y la mente. Los procesos interiores nos son ignotos, solo conocemos de los demás lo que expresan por medio de sus acciones.
El discurso. Lo anterior, empero, nos abre la puerta a otra consideración sobre la manifestación de una persona: el acto comunicativo estructurado en un discurso. Esta es una forma de expresión muy particular, porque el discurso implica la cohesión de las expresiones que lo conforman y la coherencia en su contenido, además de una intencionalidad. Es decir, el discurso posee una fuerza pragmática, un deseo de hacer algo con el interlocutor. El discurso es un acto público, que tiene también implicaciones en el ámbito privado, determinadas por la adhesión interior que el emisor tiene con los conceptos que expresa.
Aquí reside una de las mayores dificultades comunicativas de la historia humana. El discurso, como instrumento del lenguaje, define un ordenamiento paradigmático en las afirmaciones que se hacen respecto a la realidad, que tienen distintas posibilidades de veracidad o de aceptación por parte de los destinatarios.
Al mismo tiempo, esas afirmaciones tienen diversos grados de relación con las convicciones reales de su emisor. El discurso nos habla de una estrategia que va más allá de lo propuesto literalmente. De aquí que el discurso puede valerse de argumentaciones no lógicas, como las falacias que, sin embargo, tienen una eficacia comunicativa enorme.
La persona no es discurso, pero se puede expresar en él. El discurso, por otra parte, no necesariamente describe con exactitud a la persona en su actuar, aunque puede enunciar correctamente su escala de valores, pero el discurso sí es una acción desarrollada por el individuo, una puesta en acto de su “estar en el mundo”.
Por eso, es necesario establecer la relación entre discurso, valores y actuar. En este particular, las posibilidades se disparan exponencialmente, porque habría que incluir en la explicación de esa relación cosas como el deseo, la esperanza, el sueño de futuro, la necesidad de cambio, los imperativos éticos, las contradicciones, las incoherencias, las necesidades, los condicionamientos, las experiencias inusitadas e inesperadas, la reacción frente a otros discursos y una gran gama de otras consideraciones.
Utilidad. La distancia entre discurso y vida puede ser abismal, pero no por ello inhumana o incongruente. Es precisamente aquí donde enfrentamos uno de los más grandes desafíos de nuestra época: ¿qué es más importante: el discurso o la vida, la opciones personales o la jerarquía de valores manifestada públicamente, la multifacética experiencia humana o la direccionalidad de una estructura axiológica?
No hay duda que vivimos en el tiempo de la multiplicación infinita de los discursos, porque estos se desarrollan en muy variados niveles de experiencia sensitiva (ya no solo se expresan con palabras, sino también con imágenes, videos, música, signos digitales, onomatopeyas orales o mediáticas, mensajes subliminales, y otras cosas similares).
Esa multiplicación ha conllevado a la relativización radical de cualquier discurso. El discurso no es la persona, ni la persona podría ser valorada solo por su discurso en la era digital, pero, como suele suceder en nuestras sociedades complejas, lo que prevalece es la utilidad. Si el discurso sirve, se asume y se usa (para bien o para mal de la persona que lo expresa), de lo contrario, se prescinde de él.
Es necesario hacer algunas acotaciones a estas últimas afirmaciones para responder a una pregunta pertinente: ¿quién es el que asume o prescinde del discurso por razones de utilidad? El discurso puede ser usado una vez desarrollado según intereses contrapuestos a las intenciones del emisor, pero siempre con fin de obtener una cuota de poder o influencia sobre otros. Quien rechaza un discurso como válido, puede aceptarlo temporalmente como “significativo” para destruir al que lo expresa. O bien, el emisor puede proponer su discurso como una rejilla de interpretación de la realidad válida a todo ámbito fuera de él, pero no para su propia vida. En este caso, la manipulación es el objetivo principal.
Se podría agregar otro mecanismo: el receptor escoge una parte del discurso de otro como clave interpretativa de la realidad. En esta situación, lo importante es la obtención de fines ajenos al discurso, porque la parcialidad aceptada del discurso crea la apariencia de concordancia con el emisor, pero en realidad se trata de su tergiversación. Así se logra manipular al emisor, en lugar de dejarse influenciar por él.
Consecuencias. Lo que nos preocupa es lo que se deriva de todos estos mecanismos. La primera consecuencia es la interrelación que se establece a nivel privado/público: un discurso implica la puesta en escena de nuestra capacidad de interacción, que compromete a toda la persona, sea esta el emisor o el receptor.
La segunda consiste en el contenido de la comunicación, que sirve como criterio de interpretación de la realidad, personal o colectiva: la argumentación discursiva nos muestra el mundo ordenado según determinados criterios de jerarquización de los significados. La tercera es el éxito de las intenciones en la comunicación, puesto que un discurso puede ser rechazado; pero el contenido de la comunicación, una vez enunciado, puede ser usado con otras intencionalidades. Y la cuarta, que la comunicación puede ser usada en un juego de poder, que usa la primera y la tercera consecuencias como estrategias para obtenerlo.
Toda comunicación es un acto público y, a la vez, una manifestación de nuestra individualidad. Aunque las instituciones a las que representamos en nuestros discursos sean fuertes, eso no excluye nuestra debilidad individual. Las instituciones, por otro lado, no existirían sin individuos que las compongan, sostener lo contrario es simplemente ideológico.
Por ello, se hace imperioso reconocer la realidad humana personal que forma parte de toda institución/colectivo. Y, por otra parte, se vuelve imperioso reconocer con total franqueza cuál es el interés que se tiene en el juego de adquisición de poder social, porque eso define a nuestra persona en lo público.
Esta es la única manera en la que podemos hablar con libertad, seriedad y responsabilidad hacia todos. En otras palabras, es la única forma en que podemos usar nuestros discursos sin entuertos de manipulación.
El autor es franciscano conventual.