SAN FRANCISCO – El presidente estadounidense, Donald Trump, recientemente dijo ante el Congreso de Estados Unidos que los norteamericanos deben “esforzarse para bajar el precio artificialmente alto de los medicamentos, y hacerlo de inmediato”. Tiene razón en que, en Estados Unidos, los medicamentos bajo receta son muy costosos –una realidad que generó un gran malestar entre la población–, pero, al abordar este problema, Trump debe tener cuidado de no minar la innovación científica.
La relación entre la necesidad médica insatisfecha, la innovación y los precios altos de los medicamentos es compleja y políticamente tensa. Por ejemplo, la introducción en 1983 de la Ley de Fármacos Huérfanos de Estados Unidos sustentó con éxito el desarrollo de tratamientos de enfermedades raras, pero, a pesar de los incentivos financieros (como reducciones impositivas) que la ley ofreció a las empresas para investigación y desarrollo, los tratamientos resultantes conllevan precios increíbles. Y algunas compañías engañaron al sistema, al reciclar medicamentos antiguos y transformarlos en fármacos huérfanos mucho más costosos, una práctica que agudizó el descontento popular.
Por más justificable que pueda ser parte de ese descontento, la realidad es que el proceso de descubrir y desarrollar nuevos medicamentos es sumamente exigente y está plagado de riesgos. Los procesos aberrantes detrás de muchas enfermedades siguen siendo un misterio y es difícil llevar a cabo estudios médicos experimentales que sean éticos y a la vez eficaces.
En consecuencia, el proceso de I&D de medicamentos tiende al fracaso. Solo siete de cada 100 fármacos anticancerígenos que llegan a la fase de ensayos clínicos terminan obteniendo una aprobación regulatoria. La mayoría de los medicamentos fracasan mucho antes de ese punto. Todo eso cuesta dinero.
Lo que aumenta aún más los costos de los medicamentos es el proceso de aprobación, que Trump describe como “lento y engorroso”. Por supuesto, el proceso de aprobación está destinado a proteger a los consumidores, pero eso no cambia cuán costoso les puede resultar a los innovadores. Si sumamos todos estos costos descubrimos que los 15 laboratorios que más gastan en la industria farmacéutica están invirtiendo, en promedio, unos $3.000 millones en I&D por cada nueva medicina exitosa.
Pero no solo los gigantes farmacéuticos son los que llevan a cabo la innovación. Por el contrario, las innovaciones en el desarrollo de medicamentos históricamente han sido el dominio de pequeñas compañías independientes como Silver Creek Pharmaceuticals, de la cual soy presidente ejecutivo. Estas compañías luego les venden los medicamentos que desarrollan, o incluso toda la empresa, a firmas más grandes.
Para garantizar la inversión, las empresas como la mía deben demostrar que, una vez que el medicamento llega al mercado, las recompensas cuando menos compensarán los costos de los intentos fallidos. No existe ninguna exención especial, basada en el imperativo moral de curar a los enfermos. En la búsqueda de financiamiento, competimos por el mismo capital que cualquier otro, incluso, por ejemplo, la industria del juego, que ofrece excelentes retornos a los inversores, pero beneficios cuestionables para la humanidad.
El precio de una droga nueva tiene un impacto directo en la disponibilidad de capital para financiar el desarrollo de la próxima. Esto es importante para todos los sistemas de atención médica, pero especialmente en Estados Unidos, porque la innovación científica, incluso en la industria farmacéutica, representa su principal ventaja competitiva –y uno de sus aportes más importantes al mundo–.
Mi argumento de precios altos para la innovación puede sonarles tranquilizador a los cabilderos farmacéuticos, pero no podemos olvidar el otro lado de la cuestión: asegurar que los medicamentos sean accesibles para quienes los necesitan.
Me pasé 20 años trabajando dentro de un sistema que, en muchos sentidos, ejemplifica este segundo imperativo: el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS por su sigla en inglés).
Durante ese tiempo, presidí el Comité de Uso de Medicamentos de mi hospital, que seleccionaba los nuevos fármacos en los cuales invertir nuestro presupuesto limitado para remedios. Nuestros criterios eran simples: seguridad, eficacia y relación precio-calidad. Si bien mi rol ha cambiado, mi opinión de lo que representa la relación precio-calidad en un medicamento no.
Por momentos, mis colegas médicos se sentían frustrados, porque no podíamos ofrecerles la última droga “milagrosa”; el precio era, lisa y llanamente, demasiado alto. Nosotros, como el Servicio Nacional de Salud en general, teníamos que maximizar nuestro presupuesto, cambiando enérgicamente a medicamentos genéricos y evaluando las opciones de medicamentos disponibles para los médicos. Estoy orgulloso de cómo garantizamos medicamentos genuinamente innovadores para nuestros pacientes, sin llevar al hospital a la quiebra.
Al decidir los precios de los medicamentos, mi país de nacimiento y mi país por adopción claramente eligieron caminos diferentes. Podemos aprender de ambas experiencias.
En el Reino Unido, el Estado efectivamente elige a los ganadores. Si bien esto expande el acceso a muchos medicamentos, también implica costos considerables (porque da lugar a demoras y cabildeo, y a que personas no expertas tomen decisiones) y limita la innovación. Sin embargo, merece la pena destacar que el NHS cubre al 100% de la población del Reino Unido con pocos o ningún gasto extra, e invierte menos de la mitad que Estados Unidos, como porcentaje del PIB, en atención médica.
En Estados Unidos, donde el libre mercado determina los precios de los medicamentos, el resultado son precios, seguros de cobertura, impuestos y copagos más altos. Esto permite una continua innovación farmacéutica, pero también hace que a algunos norteamericanos les cueste afrontar los remedios que necesitan.
En este sentido, los norteamericanos están efectivamente (e injustamente) asumiendo la carga de financiar las futuras innovaciones farmacológicas que beneficiarán a todo el mundo.
La administración Trump ahora enfrenta un dilema. Si no se bajan los precios promedio de los medicamentos, el descontento popular seguirá intensificándose. Si se recortan de manera indiscriminada, el capital saldrá de Estados Unidos y se irá a países más amigables con el desarrollo de medicamentos, o directamente no se destinará al desarrollo de medicamentos.
Por este motivo la administración Trump debería alentar una discusión racional que involucre a representantes de todas las áreas de la industria de la atención médica.
Para evitar que esta discusión sea víctima del populismo o del cabildeo de la industria, debería recurrir a las lecciones de sistemas como el NHS (que Trump ha elogiado en el pasado) en relación a cómo reducir el gasto general en atención médica y sacar ventaja de las innovaciones de buen precio.
Solo una estrategia de mentalidad abierta y muchos matices puede equilibrar los imperativos de garantizar el acceso de los norteamericanos a los medicamentos y preservar la ventaja competitiva de Estados Unidos –y su aporte al mundo–. La administración Trump debería liderar este esfuerzo.
Ross Breckenridge fue médico y científico clínico durante 20 años en el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido, y hoy es director ejecutivo de Silver Creek Pharmaceuticals en San Francisco, California. © Project Syndicate 1995–2017