Cuando uno es afrodescendiente en Costa Rica se acostumbra a ciertas cosas.
Se acostumbra a que la gente presuponga que uno es de cierto lugar geográfico (Limón), que sepa ciertas cosas (bailar o ser bueno en deportes) o que conozca a todas las otras personas afro del país.
Esas suposiciones siempre me han causado gracia, pues yo soy de Moravia, mi mamá de la zona de los Santos y mi papá de San José. No bailo muy bien y para los deportes, solo de espectadora.
Pero hay otras cosas a las que uno nunca se acostumbra. Son esas situaciones que el otro hace para recordarme “mi lugar” en la sociedad.
Son actitudes que tienen los otros que me dicen lo que realmente sienten y piensan. Esas palabras y miradas que uno aprende a reconocer, que lo hacen retroceder y dudar. Fue una de esas actitudes con las que me enfrenté el sábado en una tienda en Guadalupe.
Ese día fui con mi hija de 11 años para comprarle unas blusas. A la hora de entrar al vestidor, la señorita encargada me dijo que no podía entrar con ella. Le hice saber mi molestia, pues me pareció pésimo servicio al cliente, pero lo dejé ahí. Me quedé fuera del vestidor esperando y revisando mi teléfono. Cuando levanté la mirada, unos minutos después, me di cuenta de que a otra mamá y a su hija sí les permitieron entrar juntas al vestidor.
Inmediatamente, busqué a la señorita encargada y le pregunté por qué a ellas sí las dejaron entrar juntas. ¿Cuál es la diferencia entre ellas y nosotras? ¿Es porque somos negras? ¿Tiene miedo de que robemos?
Vi en su cara la respuesta. A esa actitud es a la que no me acostumbro.
Verdad negada. Y no me acostumbro porque esas actitudes racistas tienen la intención de hacerme sentir menos; son esas las actitudes de discriminación cuya existencia mi país todavía se niega a reconocer. Y al negar esta verdad, me invisibilizan, me niegan, me dicen que no soy persona, que hay otros mejores que yo y que merecen un mejor trato.
Después de enfrentar a la encargada, fui a hablar con la gerenta, quien tomó mi nombre y número de teléfono y se disculpó por lo sucedido. Aquí podría terminar esta historia, yo puedo creerme la disculpa y ella puede suponer que todo estará bien de ahora en adelante.
El problema es que no termina ahí. Mientras ellas siguen su vida, yo tuve que ir a mi casa, explicarle a mi hija lo que pasó y qué hacer cuando le suceda otra vez, porque le va a pasar y tiene que estar lista.
Tuve que secar sus lágrimas y decirle que no fue su culpa, que nuestro color de piel no es razón para que nos discriminen, pero que la discriminación sucede porque hay gente ignorante.
Recordé, tristemente, que hay quienes son tan privilegiados que no tienen este tipo de conversaciones con sus hijas.
Ellos pueden vivir sin explicarles por qué en un texto escolar a las personas de su color les llaman raros, monos y los presentan como personas simples e ignorantes.
Viven su vida entera sin tener que enfrentarse con la realidad de que duden de ellos, su inteligencia o ética de trabajo por el color de su piel, o que los persigan en las tiendas o no los dejen entrar a ciertos lugares.
Nosotras no tenemos ese privilegio y hay quienes quieren, con sus acciones, actitudes y comportamientos, recordarnos cuál es “nuestro lugar”. Lo que no entienden es que nuestro lugar está delante de todos, porque no vamos a permitir que nos obliguen a retroceder más. Yo no me acostumbraré a que me traten como menos, lucho contra ello todos los días. Solo espero que en algún momento Costa Rica quiera unirse a mi lucha.
Pamela Cunningham es una ciudadana.