Durante mis primeros años de estudiante universitario, cuando los Beatles, la música electrónica y la guerra de Vietnam sumían en la locura al mundo, especialmente a la juventud, me enamoré perdidamente de dos senderos que no han abandonado mi corazón por más esfuerzo que haya hecho. La poesía y la metafísica o viceversa, lo mismo da. Había entonces que buscar la razón de lo mismo.
Las primeras buenas y nuevas respuestas las encontré en Maritain quien me trajo consuelo aunque mayor incertidumbre en los caminos en que me iniciaba.
Piensa el sabio francés que en el nacimiento del metafísico como en el del poeta hay una cierta gracia de orden natural. El uno, que sumerge su corazón en las cosas como un dardo encendido, ve por adivinación en lo sensible mismo --del cual no puede separarlo-- el resplandor de una luz espiritual donde una mirada de Dios brilla a sus ojos. El otro, desviándose de lo sensible, ve por encima en lo inteligible, y desprendida de las cosas perecederas, esa misma luz espiritual, captada en alguna idea. La imaginación, lo inverificable, en donde este perece es la vida de aquel. Ellos juegan al columpio, elevándose alternativamente al cielo. Los espectadores que se burlan del juego, permanecen a ras del suelo en pocas palabras.
Hice un esfuerzo, sí, por arrancar de mi alma aquella orientación pero ya era tarde ya que en cierto sentido habían desatado en mi ser entero la pasión por la vida y por la belleza y habían despertado en mi ser entero una obsesión incansable por el conocimiento de los misterios de la naturaleza humana.
Así las cosas, estudiaba en aquel tiempo en una universidad de corte escolástico donde los estudiantes de filosofía deambulábamos por el claustro universitario hasta altas horas de la noche reflexionando y platicando sobre las principales cuestiones de la metafísica aristotélica en su versión medieval. Un día apareció un intrépido profesor que decidió sacarnos de aquel sueño teocéntrico y nos aconsejó dejar las "Sumas" y tomar un curso sobre las "Lecciones de metafísica" dictadas por Ortega y Gasset, dictadas por el maestro en la Universidad de Madrid durante los años 1932-1933. Claro está en aquellos días pese a la multiplicidad de cambios cualitativos que operaban en el mundo, nuestra Universidad era una especie de laboratorio intemporal y Ortega no era santo de la devoción de los académicos.
Una tarde cerca de las cinco, recuerdo que sentado en uno de los jardines de la facultad inicié la lectura de la lección II de dicha obra y quedé totalmente atónito y desconcertado ante las aseveraciones de Ortega una o dos horas antes de un examen de psicología racional al que debería someterme. Estas las transcribo al pie de la letra: "La metafísica es algo que el hombre hace y ese hacer metafísico consiste en que el hombre busca una orientación radical en su situación. Esto parece implicar que la situación del hombre es una radical desorientación, o lo que es lo mismo, que a la esencia del hombre, a su verdadero ser no pertenece como uno de sus atributos constituyentes el estar orientado sino que, al revés, es de la esencia humana estar él radicalmente desorientado"
La lección II era larga y profunda. Sin embargo, la hora del examen estaba pronto. Cerré el libro, me dirigí al aula y me senté a presentar el examen. Finalmente llegó el maestro Fernando Sodi Pallares a pedirnos cuentas; eminente hombre de grata memoria fundamentalmente en México. Cuando llegó mi turno me dijo: Carlos pasa a la cátedra y explícanos qué es el infinito. Aturdido como estaba por las meditaciones orteguianas cogí una barra de tiza, pinté un punto en pizarrón y a partir de él fui trazando a lo largo de esta una raya horizontal que me condujo a la puerta del aula y de allí salí de esta para desaparecer entre la multitud de estudiantes que vagaban por los corredores del edificio diciéndome: "Verdaderamente estoy infinitamente desorientado. Debo estudiar más".