A juzgar por el grado de logro de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, adoptados por las Naciones Unidas en el 2000, y que fueron sujetos a verificación en este 2015, la mayoría de los países han tenido éxito en su lucha contra la pobreza, en particular la extrema, la cual han bajado a la mitad del año base.
También han sido exitosos en la reducción de la desigualdad, como indica un interesante artículo, cuya lectura recomiendo, de Andrés Velasco, publicado en este medio (“Nueva luz sobre la desigualdad del ingreso” ( La Nación 5 de noviembre del 2015, pág. 25A).
El grado de desigualdad de un país se mide por el coeficiente de Gini, que adquiere un valor cero cuando todas las familias tienen igual ingreso, y uno cuando una acapara todo. Hoy en América Latina este coeficiente se ubica en alrededor de 0,50 (vs. 0,55 en el 2000), y el objetivo de las políticas públicas suele ser bajarlo, aunque no todas, como muestra Velasco, con igual éxito.
Se trata, sin duda, de un concepto resbaladizo, pues si en una sociedad todos mejoran su condición, pero unos lo hacen a mayor velocidad que otros, el coeficiente mostrará un “deterioro”.
Por otro lado, si las políticas públicas o el entorno llevan a miseria generalizada, el coeficiente de Gini mostraría una “mejora”. Esta observación llevó a un gran político a afirmar que aunque el capitalismo reparte mal los bienes, es preferible al socialismo, que reparte muy bien los males. Piénsese en la Venezuela Chávez-Maduro.
Pero haciendo caso omiso de estas anécdotas, procede favorecer esquemas que, sin restar ímpetu económico, logren reducir la desigualdad, pues esta es repudiada por los miembros de cualquier sociedad. Mas ¿es esto último cierto? ¿Es que todos odiamos la desigualdad? La respuesta es no.
La evidencia empírica muestra que la gente no ve mal todos los tipos de desigualdad. Si así fuera, todos contribuirían voluntariamente con dinero para reducirla. Lo que las personas odian es que otros mejoren su situación y que ellas no.
Tan es así, que algunos estudios muestran que, por lo general, la insatisfacción (interna y disimulada) de una persona al saber que su compañero de trabajo ha recibido un aumento de sueldo, de por ejemplo cien mil colones, es mayor que la satisfacción de ser él (o ella) quien reciba un aumento por la misma suma. Esto lo que dice es que, en el tema de la desigualdad, la envidia juega un papel importante.
Dante Alighieri definió la envidia como el “amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos”. En su purgatorio, el castigo para los envidiosos era el de cerrar sus ojos y coserlos, porque habían recibido placer al ver a otros caer.
La envidia es uno de los siete pecados capitales, que incluyen la lujuria, la gula y la soberbia. La virtud contraria es la caridad.
Pero la envidia a veces juega un papel importante. Lo que algunos científicos sociales llaman “efecto demostración”, que ocurre, por ejemplo, cuando un agricultor experimenta con una nueva variedad de semilla o método de cultivo, y tiene éxito, sirve de estímulo para que otros los acojan.
Al no ser la desigualdad per se la que odia una persona representativa de la sociedad, sino su posición relativamente desventajosa, entonces procede explotar ese sentimiento, en vez de ocultarlo.
Si considero malo que muchos miembros de la sociedad mejoren su situación mientras la mía queda igual (o peor: retrocede), entonces lo que debo hacer es ponerme yo también las pilas y evitar que me dejen atrás. Esta conducta es promotora de desarrollo económico.
Y, siendo tal el caso, a las autoridades les corresponde fomentar no solo la “igualdad de resultados” sino, quizá con prioridad, la “igualdad de oportunidades” entre los miembros de la sociedad, como son la educación de calidad y generalizada, eficiente infraestructura al servicio de todos, red de seguridad social para proteger contra la mala suerte (no contra la malas prácticas), etcétera.
Y, por supuesto, esto excluye los privilegios de muchas convenciones colectivas de nuestro sector público, los subsidios a ciertos pequeños grupos privados, etc., que más que conquistas sociales son lacras –que aumentan, en vez de reducir, la desigualdad–, y que no en vano resiente la ciudadanía que con impuestos por ellos debe pagar.