Pasadas las elecciones en que resultó vencedor Hugo Chávez, mi esposa se enfrascó en un debate en Facebook con una amiga venezolana afín al Gobierno. Testigo de su discusión, pude apreciar la fuerza de dos pseudoargumentos en el discurso chavista. Dos falacias de factura populista que vale la pena evidenciar, no como crítica exclusiva al chavismo, sino para detectarlas en nuestra propia forma de argumentar y debatir sobre distintos temas. Aprender a discutir es, también, aprender a pensar y, por eso, creo que bien vale la pena la reflexión.
La primera respuesta de Nacary a las críticas que mi esposa formuló al chavismo, fue que el presidente había sido reelegido “por la mayoría del pueblo venezolano”. En la medida en que mi esposa no acusaba fraude en la elección, tal respuesta resultaba irrelevante. La votación más o menos mayoritaria a favor de Chávez no resta razón a las acusaciones de autoritarismo contra su Gobierno, por poner un ejemplo. El apoyo mayoritario no certifica ni prueba nada respecto del Gobierno venezolano, excepto su grado de respaldo popular. Los chavistas no tienen la razón porque sean mayoría ( argumentum ad populum ). Mucho menos pueden señalar a las urnas para silenciar las críticas.
Los procesos electorales solo ponen fin (y solo temporalmente) a la contienda por el poder político. Resuelven la lucha por una investidura constitucionalmente revestida de una serie de prerrogativas de derecho público, pero no ponen fin a las discusiones sobre la conveniencia o inconveniencia de las políticas del electo, ni sobre su carácter o méritos.
Es un equívoco profundamente autoritario, una desmesura de la democracia (diría Todorov), creer que las votaciones clausuran el debate público, o que lo que en ellas se decida queda sustraído a toda discusión por parte de los opositores, ungido con una especie de manto de infalibilidad incuestionable. Cabe recordarlo: que una decisión se tome por mayoría nunca garantiza que sea la mejor de las decisiones, aunque (tratándose de la asignación de poder político en una sociedad), la decisión de hacerlo de esa forma, sea, en sí misma, la mejor decisión.
Si la primera respuesta de Nacary pretendía ponerle una mordaza a la oposición vencida en los comicios, la segunda iba dirigida a acallar a mi esposa: “Tú no puedes comprender lo que pasa en Venezuela porque no eres venezolana”. Si su interlocutora hubiera sido estadounidense, más fácil la habría tenido: le habría dicho que por no ser latinoamericana o del Tercer Mundo, no podía entender. Pero incluso si el crítico del chavismo hubiera sido un venezolano, podría haberle dicho: “No puedes entender porque eres de la burguesía”; y aun en el caso de que hubiera pertenecido a los sectores pobres de esa sociedad, le recetaría que “no puede entender” por estar alienado, víctima de la manipulación mediática, etc. Lo que quiero decir es que siempre habrá una forma de descalificar al contendor para evadir sus razones.
Porque de eso se trata: una especie de solipsismo, mezclado con falacia de autoridad que, en el fondo, subjetiviza la veracidad o falsedad de una afirmación, haciéndola depender de la (des)calificación de la persona que la realiza (argumentum ad hominem). Ahí el debate se acaba. Si no me cree, inténtelo: por más sólidos que sean sus argumentos (quizá, cuanto más sólidos sean), rebotarán contra esa coraza tan frecuente en los nacionalismos y en las ideologías de resistencia: “ellos no han vivido lo que nosotros hemos vivido y, por eso, no pueden entendernos”. Eso es lo que dicen, pero lo que presuponen es: “nuestra experiencia, en cambio, nos permite comprender la situación, esto es, entender nuestra realidad y entenderlos a ellos y su incapacidad para entender”.
¿Consejo? Evite argumentar así, porque, en realidad, eso no es argumentar, sino huir retóricamente por falta de argumentos, y evite discutir con una persona que razone de ese modo. Simplemente, no va a llegar a nada. Esa persona cree que su lugar social es el único desde donde se puede comprender adecuadamente el punto en discusión (un locus epistemológico). No contraargumenta frente a las razones de quien le discute, sino que lo descalifica como interlocutor. Básicamente lo que dice es: “si usted fuera como yo, me entendería” (esto es, le daría la razón). Dado el caso, contéstele: desde luego que si yo fuera usted, pensaría como usted y estaríamos de acuerdo.
Lo nuestro, sin embargo, no sería un diálogo sino un soliloquio, y, como yo no soy usted y, si lo fuera, no me gustaría regodearme en consensos con mi eco, entonces dejemos el punto y hablemos de otra cosa.