Si el presupuesto ordinario de la República del 2014 era inconveniente desde los puntos de vista económico y social, el presentado a consideración de la Asamblea Legislativa para el ejercicio fiscal del 2015 es todavía más peligroso. Incrementa los problemas del presupuesto anterior y revela, al menos, dos matices controvertibles de la presente Administración: tendencia al gasto y ausencia de determinación para enfrentar sus disparadores y reformar otras estructuras ineficientes del Estado.
La Contraloría General de la República resaltó en su último informe los problemas del presupuesto anterior. Expresó, entre otras cosas, su “preocupación por la sostenibilidad de la deuda a medio plazo, que la carga tributaria se estancó desde hace años en un13,2% del PIB y, sin embargo, el gasto se expande”. Agregó que las finanzas requieren de “atención urgente” y que “es imperativo revisar programas que no están cumpliendo los objetivos para los que fueron creados, así como la sostenibilidad de los regímenes de empleo público y pensiones; valorar la asignación y ejecución de recursos correspondientes a destinos específicos con el fin de ajustarlos a la situación económica y social del país". Ninguna de esas recomendaciones se cumple en el actual proyecto de presupuesto.
Desde el punto de vista macroeconómico, la situación ha empeorado. El proyecto de presupuesto ordinario para el 2015 contempla erogaciones por ¢7,9 billones , con un incremento nominal del 19% –cinco veces más que la inflación esperada para el año entrante–; los ingresos ordinarios (impuestos y otros) apenas llegan al 53% de las erogaciones; el 47% restante se financiaría con la emisión de nueva deuda; y el déficit financiero ascendería al equivalente de un 6,7% del PIB, uno de los más elevados de las últimas décadas. Ese faltante, al igual que la composición del gasto, producirá efectos económicos y sociales bastante negativos.
Una parte importante del incremento emana de las políticas expansivas mostradas desde muy temprano por la Administración. Ejemplos de ello son los incrementos salariales otorgados a los empleados públicos –entre 4,5% y 5% a la base, pero, dados los denominados pluses salariales, se acercan al 10% e incrementan las bases sobre las que subirán los salarios en el futuro–, el aumento extraordinario a las universidades públicas (14%) que, sin duda, servirá para incrementar más sus salarios; la expansión de gastos del 24,6% para el Ministerio de Agricultura (seis veces más que la inflación proyectada) y el aumento en la partida de intereses, sin haber hecho nada por disminuir la deuda acumulada que, junto con la del resto de entidades públicas, ya sobrepasa el 50% del PIB.
En cambio, se disminuye la partida que más contribuye al crecimiento económico: inversión pública. El sacrificio de la infraestructura es uno de los principales problemas del presupuesto en discusión. No solo retarda el crecimiento de la producción (las partidas de gasto corriente contribuyen menos a la expansión del PIB), sino que afecta la competitividad de la producción nacional y la eficiencia general de la economía. Y el crecimiento elevado y sostenido es una de las principales fuentes de ingresos tributarios porque cuando la economía crece, las empresas y personas pagan más impuestos.
Incrementar la deuda acumulada, como se hace en este proyecto de presupuesto, también es negativo económica y socialmente. La partida de intereses ha venido creciendo aceleradamente, confiscando, de hecho, un porcentaje muy alto del presupuesto y dejando relativamente poco para otras partidas más apremiantes desde el punto de vista social. El financiamiento del creciente déficit en el mercado local producirá el efecto de empujar las tasas de interés hacia arriba, las cuales, de por sí, han venido aumentando en los últimos meses, de un 6,5% anual a principios de año a 7,15% actualmente (medidas por la tasa básica pasiva). Parte de ese impacto se mitigará el año entrante gracias a la colocación de $1.000 millones en bonos en el mercado internacional. Pero esa partida no estará disponible en años subsiguientes, por lo que todo el impacto del financiamiento del déficit se hará sentir con mucha mayor fuerza a partir del 2016.
Además, el gasto deficitario atizará la demanda agregada y esta, a su vez, presionará la inflación, a menos que el Banco Central eleve las tasas internas de interés para controlarla. Pero, si esto sucediera, se incrementaría el déficit fiscal y, también, se afectaría el crecimiento de la producción y la nueva recaudación de impuestos, en un círculo vicioso.
Visto desde ese ángulo, lo más conveniente sería reducir el déficit presupuestario por la vía de recortes de gasto y del crecimiento de la deuda, aspecto que puede intentar la Comisión de Hacendarios de la Asamblea Legislativa. Pero, aun así, dudamos de que sea suficiente para acercar el gasto público a un razonable equilibrio macroeconómico. Es necesario aplicar el bisturí más a fondo, afectando ciertos programas, como sugiere la Contraloría. Evitaríamos, de esa manera, una baja en la calificación de la deuda soberana por las agencias internacionales y sus efectos negativos en la inversión extranjera.
Por eso, creemos que, aparejado a un recorte presupuestario sustancial, debería el Gobierno pensar en ajustar los ingresos tributarios, como hemos propuesto en oportunidades anteriores, y aprovechar el esfuerzo para mejorar la estructura de los principales gravámenes, como lo propusieron los técnicos que participaron en el conversatorio fiscal auspiciado recientemente por este periódico, el Estado de la Nación y el Centro Woodrow Wilson.