Un amigo publicó un día de estos en Facebook un meme de un bebé que tenía escrito, originalmente, en su camisa, algo así como “consiéntame, porque mis sonrisas tienen grandes externalidades positivas”. Sin embargo, la palabra “consiéntame” aparecía tachada y sustituida por “subsídiame”.
Ciertamente, es un chiste para economistas, pero trasluce un fenómeno muy real, que de alguna manera carcome el funcionamiento correcto del sistema económico y genera ineficiencia y enormes distorsiones en la distribución del ingreso.
Y es que es algo genético que todos queremos que los demás nos regalen (subsidien) parte de lo que tienen para hacernos más felices, sin importar si la persona quien da ese regalo (subsidio) podría hacer mejor uso y mejorar su propio bienestar.
Está claro que ayudar a los demás nos puede hacer inmensamente felices, aun a costillas de nuestro propio bienestar, siempre que esto sea voluntario. Eso lo proclama el sentido común, las religiones y hasta la teoría económica.
Lo malo no está allí. La maldad comienza cuando se nos obliga a dar un regalo, a veces sin que nos demos cuenta, y sin saber a quién, bajo qué condiciones, si el receptor lo requiere o merece y sin saber el uso que le va a dar, o si, como dice el letrero de la camiseta, va a producir suficientes externalidades positivas como para que valga la pena el regalo.
Teoría del bienestar. Un teorema fundamental de la teoría del bienestar dice que “nadie merece un subsidio por estar en una actividad particular o por producir determinado tipo de bienes o servicios. Los únicos que pueden merecer subsidios son los pobres, y por la presunción de que los mercados fallan”.
Usar subsidios para compensar otras fallas del mercado con frecuencia produce resultados nefastos. Si no hay más remedio, se puede recurrir a ellos, pero bajo ciertos requisitos: establecer claramente quiénes lo van a pagar y cómo, quienes lo van a recibir, por cuánto tiempo, por qué lo merecen y, sobre todo, demostrar, cuantitativamente y de forma transparente, si los efectos de ese subsidio van a producir beneficios mayores que su costo (externalidades positivas). Ante todo, si quienes lo pagan están en condiciones de darse ese lujo.
En Costa Rica, abundan los subsidios, la mayoría ocultos y otros, de los que si bien se conoce aproximadamente sus beneficiarios, no se ha demostrado nunca qué beneficios sociales tienen, por cuánto tiempo se han dado, si han o no resuelto la problemática que supuestamente se pretendía atacar y que no hayan producido un daño mayor a quienes los pagan que los beneficios que producen (un poco complicado pues requiere que seamos capaces de comparar niveles de utilidad para unos u otros).
Subsidios. Algunos son bien conocidos (como el combustible a los pescadores, la constante condonación de deudas y las donaciones de bienes del Estado). Pero los que más daño hacen, pues en su mayoría tienen efectos terriblemente regresivos, porque quitan recursos a los más pobres para darlos a grupos de mayores ingresos, son aquellos que se han dado bajo diferentes banderas como la protección de la producción nacional (el café, el arroz, los frijoles, la leche, el azúcar, la harina, la sal, el pollo, la carne, las papas, y ahora, hasta los aguacates).
Es injusto que las clases más pobres paguen los bienes de la canasta básica a precios más altos, simplemente para proteger a unos pocos grupos.
La bandera de la protección del empleo se usa para subsidiar ciertos insumos. Paradójicamente, en muchos casos tienen el efecto contrario al causar caída en la productividad nacional. Podría ser el caso de algunos subsidios a la electricidad, como el recientemente decretado de dedicar los ahorros por la importación de energía del Istmo a un grupo de empresas.
Puede estar justificado, pero que sepa no se ha demostrado a cuánto ascienden (se supone que unos $50 millones anuales), cuánto bajarían las tarifas de los demás usuarios si no se destinaran a este fin, a quiénes particularmente benefician y cuánto es el beneficio neto que producen.
Más grave aún es el hecho que se haya decidido seguir subsidiando, ahora con pleno conocimiento y sin ningún estudio, ciertos combustibles como el búnker, que es altamente contaminante; así como el asfalto y el gas licuado, en su mayor parte de uso industrial.
Este tipo de subsidios, además de afectar la distribución del ingreso, causan enormes perjuicios a la eficiencia productiva del país, pues terminamos produciendo cosas que, quizás, no deberíamos estar produciendo, por razones de productividad.
Transporte. A veces, simplemente se dan subsidios porque nos caen bien ciertos grupos o porque tienen suficiente acceso político o porque están en un sector muy sensible, como es el caso de las tarifas de autobús.
Diversos estudios parecen sugerir que, en muchas rutas, hay sobreprecios significativos. A pesar de que se había ofrecido que, para fin de este año, se habrían hecho 50 fijaciones (ritmo al que se tardaría 10 años en corregir el problema), apenas se hizo una.
Debería, como éticamente corresponde, realizarse una fijación nacional para todas las tarifas, para determinar cuáles rutas están en ese caso y no se produzca más exacción a los usuarios.
Es injusto que se les siga obligando a pagar tarifas que no corresponden. Solo este componente podría estar extrayendo más de un 7% del ingreso mensual de muchas familias pobres.
Si bien no se puede desmontar una estructura tan intrincada de subsidios de la noche a la mañana, lo primero que deberíamos hacer es reconocerlos de modo transparente, medir su costo y sus efectos, determinar si están cumpliendo la función que se les atribuye y si hay un plazo máximo para continuarlos.
Al menos, debería darse la oportunidad a los ciudadanos, con plena información, a decidir si están o no dispuestos a continuar otorgándolos.
En las últimas campañas políticas, transparencia ha sido el lema principal. Pero hoy parece no tener importancia.
El autor es economista.