La humanidad no ha logrado encontrar una paz perdurable porque la violencia es el estado normal de la naturaleza. Terremotos, sunamis y huracanes son producto de la realidad de una naturaleza genocida y catastrófica muy lejos del pensamiento lírico e ilusorio de Thoreau. La violencia viene hasta del espacio. Un meteorito terminó con los dinosaurios. Sin embargo, la paz es la meta más buscada por la humanidad.
Con muy pocas excepciones, la paz en la Tierra no ha sido más que un armisticio entre dos guerras. De boca de humildes y poderosos se repetía, como una plegaria, que la Primera Guerra Mundial fue la guerra para terminar con las guerras. El sufrimiento fue la mayor característica de esta guerra y la razón de las pasiones que despertó. En ningún conflicto anterior había sufrido tanto la población civil.
La paz que se gestó en Versalles en 1919 fue una mala paz; una tregua de apenas 20 años antes de que se iniciara otra guerra más sangrienta: la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué no fue perdurable la paz en esos años?
La paz de Versalles. En Francia, el primer ministro Clemenceau jefeaba un gobierno a inicios de 1919 empeñado en castigar a Alemania y dispuesto a explotar su triunfo hasta las últimas consecuencias. Se hablaba abiertamente de revancha.
La delegación alemana que llegó a París a la conferencia de paz fue humillada. Fueron hospedados en el modesto Hotel des Reservoirs rodeado de alambres de púas. Los hicieron entrar al imponente Palacio de Trianón por la puerta del servicio. Después de una larga espera, unos soldados rasos les indicaron que serían recibidos por los líderes de las potencias aliadas.
Sin ninguna ceremonia ni preámbulo, los aliados entregaron a los delegados alemanes el pesado documento que contenía el Tratado de Paz de Versalles. Se les dio dos semanas para hacer observaciones por escrito que no debía ser el alemán. No habría diálogo. No habría negociación alguna sobre las condiciones impuestas.
Cuando los alemanes presentaron por escrito sus comentarios a los términos del tratado, el 16 de junio de 1919, los aliados ni siquiera acusaron recibo. Simplemente les notificaron que debían aceptar estas condiciones al día siguiente: Alemania cedía a las diferentes potencias aliadas aproximadamente 64.000 kilómetros cuadrados de su territorio y cerca de 6 millones de habitantes. Las cláusulas militares impuestas fueron más severas aun que las peores predicciones de la dirigencia alemana. Quedaría indefensa.
El Tratado de Versalles asignaba toda la culpa de la guerra en Alemania porque solo declarando a Alemania como única responsable de desatar la guerra, se justificaba el cobro de reparaciones. A pesar de que Alemania nunca objetó el principio de indemnizar, lo que jamás imaginó fue el monto.
En los primeros años de la década de los treinta, los alemanes afirmaban que su país había sido arruinado por los pagos de reparaciones. Y ese pago se convirtió en un instrumento político que permitió la superinflación que a su vez contribuyó al colapso de la República de Weimar y al auge de Hitler. Las reparaciones estimularon la sed de venganza en su pueblo.
El historiador Felipe Gibbs calificó la paz de Versalles como “una paz de venganza. Apestaba a injusticia. Se sembraron mil semillas, de las cuales nuevas guerras brotarían”. Joaquín Fest aseguró que fueron las afrentas sicológicas las que produjeron los extraordinarios efectos traumáticos del Tratado de Versalles: “Produjo un sentimiento de humillación inolvidable e imperdonable”.
El Tratado de Paz no apeló a los mejores instintos de la humanidad, sino a los más bajos. Apeló a la codicia en lugar de a la justicia. Apeló a las mentiras en lugar de a la verdad; a la venganza en lugar de a la reconstrucción.
Fue el mariscal Foch, comandante en jefe de los ejércitos aliados, quien pronunció el más terrible presagio cuando conoció el texto del tratado: “Esto no es paz. Es un armisticio por veinte años”. La Segunda Guerra Mundial estalló en 1939.
Cincuenta años antes de la paz de Versalles, al otro lado del Atlántico, se gestó otra paz después de una cruel guerra. Los cuatro años que duró la guerra civil americana causaron la muerte de cerca del 3% de la población de Estados Unidos en ese tiempo.
Junto con la Segunda Guerra Mundial fue el conflicto más cruento de los que ha participado Estados Unidos.
El historiador James McPherson en su libro Battle Cry of Freedom ( El grito de guerra de la libertad ) describe la capitulación de Robert E. Lee a Ulises S. Grant en Appomattox, Virginia, el 9 de abril de 1865.
La paz de Appomattox. “Los términos que Grant ofreció fueron generosos: a Lee se le permitió mantener la posesión de su sable oficial y su caballo Traveller (Viajero), los oficiales y sus hombres podían volver a su casa y no debían ser perturbados por autoridades norteamericanas en la medida en que respetaran su libertad condicional y las leyes vigentes del lugar donde residieran”. Esta cláusula tuvo gran importancia porque garantizaba a los soldados del sur inmunidad procesal por traición.
“Lee le pidió a Grant otro favor. En el Ejército Confederado, explicó, los hombres alistados en la caballería y la artillería eran dueños de sus caballos; ¿podrían conservarlos?”. Sí, dijo Grant; los soldados y oficiales que dijeran ser dueños de caballos podían llevárselos a su casa “para plantar cultivos y sustentarse a sí mismos y a sus familias hasta fines del próximo invierno”. Lee le agradeció: “Eso tendrá el mejor efecto posible en los hombres (…)y hará mucho por conciliar a nuestro pueblo”.
Tras firmar los papeles de rendición, Grant le presentó su personal a Lee. Mientras le daba la mano al secretario militar de Grant, Ely Parker –un indio séneca– Lee observó por un momento los rasgos oscuros de Parker y dijo, “me alegro de ver aquí a un verdadero norteamericano”. Parker respondió: “Todos los aquí presentes somos norteamericanos”.
Una vez completa la capitulación, los dos generales se saludaron apesarados y partieron. “Esto vivirá en la historia”, dijo Grant a uno de sus asistentes. Grant, comandante de la Unión, pareció distraído. Tras dar nacimiento a una nación reunificada, experimentó la melancolía posterior al parto. “Me sentí triste y deprimido ante la caída de un enemigo”, escribió Grant, “que luchó durante tanto tiempo y con tanto valor y que sufrió tanto por su causa, aunque esa causa fuera, a mi parecer, una de las peores por las que un pueblo jamás luchará”.
A medida que la noticia de la capitulación se propagó por los campos de batalla, las baterías de guerra de la Unión comenzaron a disparar alegres salvas de artillería, pero Grant ordenó que cesaran.
“La guerra ha acabado”, ordenó, “los rebeldes son nuevamente nuestros compatriotas y la mejor señal de alegría tras la victoria será abstenerse de toda demostración”. Para ayudar a reintegrar a sus antiguos enemigos a la Unión, Grant envió raciones para tres días, para 25.000 hombres del otro bando. “Eso quizá ayude a aliviar el dolor anímico y físico de los soldados de Lee”, dijo.
El presidente Abraham Lincoln, quien había nombrado a Grant jefe del Ejército de la Unión, procedió a reseñar su paz “sin mala intención para nadie y con caridad para todos”. Y solo una guerra civil hubo porque Lincoln y su general, Ulises S. Grant, honraron a sus enemigos en lugar de humillarlos. La paz que construyeron fue una buena paz y por eso fue perdurable.
El autor es médico.