Una tarde salía del campus, cuando me encontré a Roberto Murillo, a la sazón mi profesor de filosofía. Al ver que llevaba una partitura, quiso echarle un vistazo. Quedó perplejo: “¡Es un lenguaje cifrado!”, me dijo. “No más que Ser y tiempo , de Heidegger”, le respondí sonriendo. Sí, toda partitura es un lenguaje cifrado. Cualquier lenguaje lo es… Hasta que nos enseñan a descifrarlo. Entonces, deviene perfectamente transparente. Amigos: nunca se dejen mistificar por quien pretenda que una partitura es un código impenetrable y críptico. De hecho, se requieren más herramientas cognitivas para leer y escribir que para descifrar una partitura.
En ella encontraremos tres tipos de signos. Primero: los denominativos. Las notas, las claves, los valores rítmicos, los que nos dicen lo que hay que tocar. Segundo: los operativos. Esos nos dan una instrucción: “Toque más fuerte aquí, más suave allá, descrecendo por acá, accelerando por allá”. Hasta ahí, el código sígnico de una partitura no difiere de la matemática: tenemos números –entidades concretas– y, luego, signos que nos indican cómo manipularlos: sume, reste, multiplique, divida. A estos debemos añadir un tercer tipo de signos: la marginalia. La suma invaluable de anotaciones que el intérprete escribe en las márgenes, o dentro del texto mismo de una partitura. Una nota subrayada, un signo de exclamación, una flecha, toda suerte de circulitos y garabatos, en diversos colores, que el ejecutante añade para recordarse a sí mismo la importancia de tal o cual detalle.
La partitura de un maestro cuenta una historia. La historia de su vínculo, su relación personal con la pieza. Una historia de vida. Entre los privilegios de mi vida se cuentan mis largas conversaciones con músicos de inmensa trayectoria, partituras en mano. Con el maestro Hoffman he departido algunas de las más absorbentes, apasionantes encerronas musicales de que guardo memoria.
Mañana en la noche dirigirá el último concierto de la temporada 2013 de la Orquesta Sinfónica Nacional. Esas partituras que usará fueron adquiridas cuando tenía once años de edad. Ha vivido, crecido, madurado, muerto y renacido mil veces con ellas. Las compró en Filadelfia, por dos dólares y setenta y cinco céntimos. Son piezas que ha dirigido en todas las latitudes imaginables. Papel cebolla. Tenue, casi translúcido. Con esa nobleza, esa dignidad de los libros viejos, que, si no tienen la galanura de las modernas ediciones, se embellecen con la traza de las manos humanas que los han recorrido. Son bellos los libros viejos: no solo nos cuentan la historia propuesta por el texto, sino la historia de quienes con ella han vibrado: están subrayados, marcados, guardan una marquita por aquí, un pliegue por allá: preñados de secretos, son testimonio de una relación íntima entre el hombre y el objeto, que deja de ser tal, y por poco se convierte en ser viviente.
He visto las partituras del maestro Hoffman: muchas de ellas tienen indicaciones con letra infantil, apenas legible, jeroglíficos que en mucho recuerdan los trazos de un niño. Quienes vayan al concierto de mañana no solo van a oír una serie de composiciones musicales. Van a oír, fundamentalmente, la historia –personal, singular, irrepetible– de la interacción de un ser humano con ellas. Cómo una pieza de música crece, madura, sufre, muta, evoluciona con su intérprete. No es lo mismo ver a Lawrence Olivier interpretando Hamlet en la versión cinematográfica de 1948 que verlo reconcebir el rol en los años postreros de su carrera. Hamlet se transformó con él. El príncipe de Dinamarca se enriqueció con la suma de su experiencia vital –llena de dolor y jamás resueltas disonancias–. En 1948, Olivier no podía darle al personaje la dimensión que consiguió imprimirle treinta años después. Hay cosas que no se pueden adquirir así no más: la vida las esculpe, el brutal cincel del tiempo les va dando forma: nosotros no somos más que maleable arcilla en manos del implacable estatuario. Su cincel, su martillo pueden ser atroces, pero el resultado es absolutamente impagable.
Amigos: cuando estén mañana escuchando el concierto de nuestra orquesta, con el maestro Hoffman al podio, consideren esto: ante ustedes van a tener a un hombre que ha vivido más de setenta años con esta música, que ha hecho de ella la sustancia misma de su vida, que tiene de ella un conocimiento íntimo y –sea la palabra usada en su más abarcador sentido– profundamente erótico. Intelectivo, sí, pero también sensual, táctil: la música es cuerpo, tiene sus terminaciones nerviosas, y fue hecha para que le hagamos el amor, no para que la toqueteemos.
No es un director más. Es un capítulo entero de la historia de la música. Un navegante que ha surcado el océano de sus partituras, descubierto comarcas inexploradas, y cartografiado áreas de las que nadie tenía noticia. Los Cuadros de una exposición se van a traer abajo el teatro, arrastrando en su caída, posiblemente, una buena parte de la avenida segunda y de la plaza de la Cultura. ¿Quieren apostar? Es un gran maestro: debemos escucharlo con recogimiento y devoción. No habrá una sola nota tocada con indiferencia. Cada sonido será un regalo, un acto de amor. Y es con amor y gratitud que debemos recibirlo.
Recuerden: es la historia de una vida entera –y ¡qué vida!– la que quedará encapsulada en este concierto. Ahí me cuentan.