Entre otras cosas, los esclavos de los griegos y romanos tenían la obligación de leerles a sus dueños en voz alta. Así, el amo entendía mejor. Pero un día del año 384, San Agustín conoce a San Ambrosio en Milán y el cuadro lo deja pasmado: allí, en su celda, Ambrosio leía, abstraído, ajeno al universo, mutismo total. ¡Oh paradoja del libro: uno se muda del acá, tan vasto, a un paraíso escrito que cabe en sus manos y esto aumenta nuestro saber del mundo!
Y ¿qué decir de los mapas y relojes? La paradoja enseña que ambos, a medida que se hicieron pequeños, portátiles , nos revelaron el espacio geográfico y el misterio del tiempo.
Les cuento que la vida, siglos ha, se componía de amanecer y puesta de sol, estaciones y cosechas, hasta que surgió el reloj, hijo del campanario y… de la puntualidad. Es que, en los monasterios, donde cualquier pérdida de tiempo afectaba las tareas de Dios, fue menester un recordatorio, un tam-tam para los rezos.
Hoy que asistimos, amigo, a la mezcla de telégrafo, radio, teléfono, cine, TV, computadora, mapa, reloj, Internet y nos damos cuenta de que ninguno guillotinó al otro, pese a la rivalidad de las tribus humanas, no puedo creer que algo mate al libro y nos mate. Juan Forn creó, ante el peligro, una bella paradoja que yo aplaudo: “Solo puedo concebir el fin del libro, si lo leo en un libro”.