Bastan pocos minutos en las calles romanas para darse cuenta de que en Italia la estética es importante. La belleza de su milenaria arquitectura asombra de inmediato. Además, el buen vestir, el buen comer y el “buen ver”, en el caso del arte, de los parques, de los museos, o simplemente en la forma en que se arreglan los negocios o las mesas de los restaurantes, comprueban de inmediato que en la sociedad italiana la belleza es central. Esta impresión se ratifica luego de vivir algunos años en este bellísimo país, de cuyas entrañas nacen artistas como Miguel Ángel, Rafael, Bernini, Giotto o Caravaggio, por nombrar solo algunos. Es más, me atrevería a decir que en Italia la belleza es un valor y la capacidad de producirla, una virtud tan apreciada como la honradez, la sabiduría o la humildad, entre otras.
No es posible amar la belleza si se carece de sensibilidad. Quizás es por eso que en Italia se ríe y se llora con facilidad, y el corazón reacciona con premura y sin vergüenza a los impulsos que lo rodean. Fue precisamente apelando a esa sensibilidad que el papa Francisco lanzó en Italia, particularmente en la isla de Lampedusa, en Sicilia, un llamado para luchar contra lo que ha llamado la “globalización de la indiferencia”.
Ubicada a 205 kilómetros (km) de Sicilia y a solo 113 de Túnez, Lampedusa es el territorio italiano ubicado más al sur, tanto como para considerar que geográficamente es parte de África. Por ello, no es de extrañar que esta pequeña isla de 20 km² y de alrededor de 6.000 residentes se haya convertido en una de las puertas de entrada a Europa para miles de inmigrantes de África, Oriente Medio y Asia que buscan mejorar su calidad de vida, escapar de la guerra, superar la pobreza o huir de la opresión. Según algunos datos de las autoridades de Lampedusa, desde 1999 más de 200.000 inmigrantes han transitado por la isla, en el 2011 cerca de 50.000 pasaron por su centro de acogida de inmigrantes y, en lo que va del año, 4.000 han desembarcado en sus costas, tres veces más que en el 2012.
Tragedia humana. El tema ha sido catalogado como una “tragedia humana” no solo por el drama que supone para estas personas abandonar su nación, su familia, su forma de vida y su historia, para buscar mejor fortuna en otro continente donde nadie los está esperando y que, cuando no son objeto de explotación, la ayuda que reciben es –en el mejor de los casos– escasa, sino también porque muchos mueren anónimamente en el intento (alrededor de 25.000 en los últimos 20 años, según algunos cálculos de las autoridades locales). Claramente, esta tragedia no es monopolio de Lampedusa. Diversos puntos fronterizos en Europa, en la larga frontera entre México y Estados Unidos o, inclusive –guardando las distancias del caso y más allá de las diferencias políticas–, en nuestra frontera norte, entre otros, son testigos de situaciones similares.
Así las cosas, fue desde Lampedusa, pero no solo para ella, que el Santo Padre dirigió al mundo su mensaje de lucha contra la indiferencia. Por su profundidad y pertinencia, valdría la pena revisar el mensaje en su integridad, pero, dadas las restricciones de espacio, me he permitido escoger algunos de los pasajes centrales. Claramente marcado por la tristeza y en actitud penitente, el Papa decía:
“Inmigrantes muertos en el mar, por esas barcas que, en lugar de haber sido una vía de esperanza, han sido una vía de muerte… Desde que, hace algunas semanas, supe esta noticia, desgraciadamente tantas veces repetida, mi pensamiento ha vuelto sobre ella continuamente, como a una espina en el corazón que causa dolor. Y entonces sentí que tenía que venir hoy aquí a rezar, a realizar un gesto de cercanía, pero también a despertar nuestras conciencias para que lo que ha sucedido no se repita…
“¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas? ¡Ninguno! Todos respondemos igual: no he sido yo, yo no tengo nada que ver, serán otros, ciertamente yo no. Pero Dios nos pregunta a cada uno de nosotros: ‘¿Dónde está la sangre de tu hermano cuyo grito llega hasta mí?’. Hoy nadie en el mundo se siente responsable de esto; hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna; hemos caído en la actitud hipócrita del sacerdote y del servidor del altar, de los que hablaba Jesús en la parábola del Buen Samaritano: vemos al hermano medio muerto al borde del camino, quizás pensamos: ‘Pobrecito’, y seguimos nuestro camino, no nos compete; y con eso nos quedamos tranquilos, nos sentimos en paz. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos… lleva a la indiferencia hacia los otros, o, mejor, lleva a la globalización de la indiferencia…
“¿Quién de nosotros ha llorado por este hecho y por hechos como este? ¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca? ¿Por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos? ¿Por estos hombres que deseaban algo para mantener a sus propias familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de ‘sufrir con’: ¡la globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar!... Pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, también en aquellos que en el anonimato toman decisiones socioeconómicas que hacen posibles dramas como este. ¿Quién ha llorado? ¿Quién ha llorado hoy en el mundo?
“Señor, en esta liturgia, que es una liturgia de penitencia, pedimos perdón por la indiferencia hacia tantos hermanos y hermanas; te pedimos, Padre, perdón por quien se ha acomodado y se ha cerrado en su propio bienestar que anestesia el corazón; te pedimos perdón por aquellos que, con sus decisiones a nivel mundial, han creado situaciones que llevan a estos dramas. ¡Perdón, Señor!”.
En tierra fértil. Con este llamado a la conciencia, Lampedusa, Sicilia, Italia y el mundo lloraron. De hecho, las multitudes que se dan cita en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano, para las audiencias públicas de los miércoles y los ángelus de los domingos, los récords de asistencia y de audiencia en la recién pasada Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro y, sobre todo, el efecto que tiene el papa Francisco en todos aquellos que lo ven y escuchan, hacen prever que su apelación caerá en tierra fértil.
Realmente es muy difícil escuchar las palabras del Santo Padre y no comenzar de inmediato un examen de conciencia para evaluar, sin evasivas, nuestro nivel de solidaridad y sensibilidad con el dolor ajeno, sobre todo con el de los más débiles. Con la “revolución de los gestos”, el poder del ejemplo y la palabra sencilla, clara y directa, el papa Francisco nos ha invitado a combatir la globalización de la indiferencia, y a participar, ejercitando el amor al prójimo, en la globalización de la solidaridad.