Han pasado apenas 30 años desde que en Costa Rica la política de Estado hacia la población sexualmente diversa era la persecución, el acoso y la extorsión por parte de los cuerpos policiales. Los arrestos por la simple sospecha de ser un ciudadano no heterosexual, sin temor de Dios y, en consecuencia, un ciudadano inmoral que atentaba contra los valores religiosos y familiares, eran cosa de todos los días.
Quedaron inscritas en nuestra historia reciente las acciones emprendidas por quienes en su momento ejercieron cargos en Seguridad Pública. En su oportunidad, siendo un joven ministro, Antonio Álvarez Desanti pretendió evitar la entrada al país de mujeres solas ante el temor de que asistieran a un encuentro lésbico internacional, y hasta se pensó en apostar perros detectores de lesbianas.
En el gobierno que prosiguió, el entonces ministro Luis Fishman aportó lo suyo al asegurar que no permitiría personas homosexuales en las fuerzas de seguridad estatal. Todo esto, a vista y paciencia de los expresidentes Arias Sánchez y Calderón Fournier, quienes nunca detuvieron estas prácticas de terror.
Consulta. Tuvieron que pasar tres décadas para que el Estado solicitara una opinión consultiva a la Corte Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH) sobre si las garantías sociales y legales para la población sexualmente diversa son de acatamiento obligatorio para todo el sector gubernamental.
Además de los activistas que durante años han levantado sus voces, se unió la vicepresidenta Ana Helena Chacón Echeverría, quien también ha demandado oportunidades significativas para las personas con distintas discapacidades, otro sector relegado al prejuicio y la exclusión.
Desde hace mucho, el país se viste con trajes prestados de la doctrina de los derechos humanos, pero como sociedad ha pisoteado y vejado a miles de ciudadanos que solo exigen igualdad ante la ley y el cumplimiento de los instrumentos internacionales firmados por Costa Rica.
Mientras esto sucede, grupos pseudocristianos aliados con partidos tradicionales siguen lesionando la dignidad de miles de costarricenses e impiden sistemáticamente la aprobación de legislación de avanzada que haga honor a lo pregonado por nuestro país en los estrados mundiales en materia de derechos humanos.
Estas alianzas de los “presidenciables” para el proceso que se avecina en el año 2018 se muestran como resabios de una práctica política que contradice el máximo precepto cristiano de amar al prójimo como a uno mismo, no dice “amarás a los que piensan y sienten solo como yo”.
Se supone que en un sistema democrático deben convivir credos, ideologías y posiciones partidarias, etnias y culturas. Incluso esas mismas agrupaciones que defienden con discursos altisonantes su derecho a reunirse y compartir sus creencias religiosas deben tener su propio espacio, pero sin oponerse con su terrorismo fundamentalista a los derechos de otras personas que sienten y piensan distinto.
No obstante, a su manera de entender, los derechos humanos solo existen para algunos, y pretenden con intenciones antidemocráticas convertir a la fuerza a todo un país a su credo; e insisten en propagar discursos de intolerancia e irrespeto absoluto desde estrados legislativos y eclesiásticos. Es vergonzoso este tipo de política que con acuerdos espurios nos devuelven a momentos detestables del pasado.
Derechos irrenunciables. Los derechos humanos no son negociables, transferibles y menos canjeables. Como derechos, son irrenunciables e inherentes a la dignidad de las personas, y así quedó plasmado en el artículo 33 de nuestra Carta Magna por decisión de los diputados de la Asamblea Nacional Constituyente de 1949, que en el nombre de Dios y la democracia así lo acordaron.
La palabra la tiene ahora la CIDH. Nuestras instancias políticas están relevadas a causa del oscurantismo que mancha nuestra democracia.
El autor es periodista.