Basta un día para que un ciudadano experimente la proeza que significa transitar cortas distancias dentro de la GAM, para que el sector productivo enfrente el enorme costo que implica operar en un sistema de infraestructura obsoleto o para que un médico experimente la impotencia de no poder brindar a los asegurados su servicio en instalaciones de primer nivel.
Sencillamente, basta un día para constatar el reto que todos afrontamos de modernizar nuestra infraestructura económica (transporte, energía y telecomunicaciones) y social (agua potable, alcantarillado, salud, educación). Sin embargo, en aras de encauzar el debate nacional hacia la construcción de soluciones con una visión a largo plazo, es necesario que evitemos caer en las tentaciones que surgen al calor de los eventos del día a día.
Pensar en pequeño. Es común escuchar la frase “el problema no es de recursos”. Sin embargo, esta es simplemente el reflejo de una forma de pensar creada a raíz de ser un país que tiene años sumergido en la inacción. Es simple: nuestras expectativas han caído al punto de que nos conformamos con ejecutar uno o dos proyectos importantes cada 10 años (en un caso optimista) y vemos como normal que una carretera no esté demarcada ni señalizada o que el mantenimiento de proyectos en manos del Estado sea inexistente hasta que una reconstrucción (mucho más costosa) sea inevitable.
No perdamos la perspectiva. Podemos tener hoy algunos créditos aprobados, pero no olvidemos que somos un país que lleva largo tiempo subinvirtiendo en infraestructura de transporte (promedio 2002-2012: 1,1% del PIB; o 0,83% del PIB excluyendo concesiones, según la Cepal), mientras el Plan Nacional de Transportes 2011-2035 estima necesario invertir al menos 3,7% del PIB. Ni qué decir al añadir las necesidades en infraestructura social y energía.
Construir por construir. Ahora bien, pensar en grande no implica solamente construir obras para “desquitarnos” de los años perdidos. Los proyectos deben ser parte de un programa a mediano y largo plazo (pipeline) que permita priorizar y licitar con el tiempo adecuado (sea esquema tradicional o APP), de manera que las obras se ajusten adecuadamente a la demanda de los ciudadanos y el sector productivo (no siempre más grande es mejor).
En esta misma línea, a la luz de las mejores prácticas de responsabilidad fiscal, es necesario que empecemos a concebir los proyectos para todo su ciclo de vida (planificación, diseño, construcción, operación, mantenimiento, riesgos), pues es la única forma de abandonar ese círculo vicioso en el cual nos limitamos a construir obras nuevas y heredamos a las futuras generaciones el problema de reconstruir una infraestructura obsoleta y deteriorada.
Busquemos de ahora en adelante que las autoridades, además de decirnos cuánto costará construir una obra, nos informen cuánto costará mantenerla y operarla, y los mecanismos que la hacienda pública ha establecido para cubrir estos costos a lo largo de 20 o 30 años.
Controles y politización. Problemas y casos de éxito se han presentado tanto en proyectos ejecutados mediante el esquema estatal tradicional, como aquellos desarrollados por medio de alianzas público-privadas (por ejemplo, concesiones). Sin embargo, no hay duda de que el segundo genera un debate más apasionado por el hecho de que una empresa privada participa directamente en la operación y cobra una tarifa por el servicio (sumemos el espejismo de que los proyectos gestionados por el Estado son “gratuitos”). Es claro que falta mucho por mejorar, principalmente en fortalecer los mecanismos de transparencia, definir metodologías claras para los modelos de selección y financiamiento (tradicional o APP) y fortalecer la capacidad técnica del Estado para negociar y gestionar de “tú a tú” los contratos con los concesionarios.
No hay duda de que los controles son necesarios, pero evitemos que la toma de decisiones al calor del momento politice innecesariamente la discusión de los proyectos (pasando siempre por la Asamblea Legislativa) y profundice el miedo a tomar decisiones, el cual paraliza a los funcionarios públicos, sobre todo a aquellos con el deseo y capacidad por hacer bien las cosas. Si queremos procesos de licitación más competitivos y transparentes, y una mayor aceptación de los proyectos, debemos crear las condiciones que permitan recuperar la confianza de los ciudadanos, agilicen la toma de decisiones en el Estado y permitan que Costa Rica se posicione como un destino atractivo para empresas e inversionistas nacionales y extranjeros del sector infraestructura.
Crítica destructiva. Estoy seguro de que la mayoría de los costarricenses anhelamos una reactivación sostenida de la inversión pública en infraestructura, pero estoy seguro también de que no estamos dispuestos a que sea a costa de debilitar aquellos sanos controles y la sólida institucionalidad que ha caracterizado a nuestro país.
En este sentido, no se vale el argumento de aquellos que reclaman transparencia y rendición de cuentas hasta del último punto de las licitaciones y contratos que se llevan a cabo en el país, pero que al día siguiente nos ponen como gran ejemplo de éxito proyectos desarrollados en países con cuestionables mecanismos de contratación pública.
Busquemos soluciones, pero no cometamos el error de sumergir a la población en un mar magnificado de pesimismo y desesperanza.
Solucionar el rezago en infraestructura es un reto de grandes dimensiones y nuestro país demanda que estemos a la altura. Confío en que los costarricenses dejemos de lado el cortoplacismo, sesgos ideológicos y posturas populistas, para dar paso a las grandes transformaciones que permitan que los ciudadanos de hoy y las futuras generaciones disfrutemos de servicios de infraestructura de calidad con un manejo responsable de las finanzas públicas.
El autor es economista especialista en infraestructura.