El exceso de trámites en la gestión pública y la falta de resultados oportunos han venido creando un clima de malestar creciente. Son cada vez más frecuentes y reiteradas las metidas de patas, supuestas “chambonadas” que conducen al despilfarro y la corrupción en el manejo de los recursos públicos. Derechos sociales aprobados sin respaldo económico, así como leyes para corregir males que no van acompañadas de medios para hacerlas cumplir, son destacados cotidianamente por los medios de comunicación, generándose una erosión del Estado de derecho así como pesimismo y frustración.
La impunidad que acompaña una buena parte de estos desaciertos y delitos corroe la confianza ciudadana, desestimula la participación y estimula las alternativas corruptas como vías para resolver los trámites.
¿Es que nuestra cultura es corrupta y la reproducimos adonde vamos? ¿Es que todo está perdido y no nos queda más que resignarnos a ser un país tercermundista?
No, esto no es así. No se trata de un mal congénito de nuestra cultura. Ese mismo tico colocado en otro país donde las leyes se cumplen se comporta como un ciudadano correcto, no se le ocurre parquearse en línea amarilla ni botar basura en la calle.
Salimos adelante. En realidad somos un país privilegiado por sus riquezas naturales, su capital humano y posición geocomercial. En nuestra historia hemos tenido altibajos, como el actual, pero hemos sabido salir adelante. Las malas situaciones han estado asociadas a la pérdida de visión y rumbo.
Grupos de interés han subordinado el interés público y la práctica institucional a sus metas particulares rompiendo la vertebración necesaria para la buena gestión. Hemos salido adelante cuando un nuevo proyecto nacional redefine el papel del Estado e integra las acciones alrededor de las metas buscadas.
Así fue con el proyecto liberal en el siglo XIX, que nos integró al mercado mundial a través del ferrocarril al Caribe y preparó el capital humano necesario con la reforma de la educación nacional. Tal como lo confirman los estudios de historia económica, Costa Rica tuvo en el último tercio del siglo XIX una tasa de crecimiento superior a la de Estados Unidos.
En el siglo pasado, después de la crisis de los años 30, el Estado ajustó su rumbo con la reformas de los años cuarenta y avanzamos con ritmo en un proceso incluyente hasta los 70, cuando grupos patrimonialistas consolidaron una “industrialización” de vieja tecnología para beneficio propio y colocaron progresivamente las instituciones del Estado a su servicio desarticulando su quehacer.
La crisis de los 80 obligó a realizar transformaciones que abrieron la economía al mercado externo. Esta apertura si bien rompió con el enriquecimiento fácil derivado del control de los aranceles y estimuló una diversificación de la economía, no quebró el control de los grupos corporativos sobre las otras instancias claves del aparato público, ni devolvió la articulación necesaria al sistema institucional.
En vez de un sistema incluyente, se gestó un proceso de acumulación en el sector moderno que ha permitido a un 20% de la población incrementar considerablemente sus ingresos, mientras que el 80% restante ubicado en el sector tradicional se ha estancado o ha visto deteriorarse sus ingresos.
Carencia. El sistema institucional actual, aunque formalmente está integrado por las leyes, carece, en la práctica, dado el poder subyacente de los grupos de interés, de una vertebración real. Es un verdadero “invertebrado gaseoso”, incapaz de cumplir con sus funciones de manera ágil y eficaz.
En los medios políticos, sin embargo, no se percibe o no se quiere percibir este problema del sistema institucional. Se atribuyen los problemas del mal funcionamiento a las personas que dirigen el aparato público y a los empleados públicos.
El problema es visto como un problema de corrupción que solo se puede superar cambiando a los actuales jerarcas y empleados por nuevos funcionarios honestos apegados a estrictos códigos de ética. Esta visión que personaliza el problema omite la causa generadora de la corrupción que es el corporativismo. Esto es de grupos de interés apoderados de instituciones, como el Consejo de Transporte Público, la CCSS, el INVU, el Consejo de Educación, etc. Que colocan sus propios intereses por encima del interés público.
Esta deformación es la que genera la corrupción estructural y se desboca en cascada impidiendo la articulación necesaria del sistema institucional. Al interior de cada grupo se reproduce generando luchas por beneficios particulares en todo el aparato público. En este sentido la corrupción se reproduce por su propia lógica en todas partes.
Solo se puede eliminar la corrupción enrumbando y articulando el Estado alrededor de una nueva visión incluyente que ajuste y articule el sistema institucional en función del interés público y se imponga por la acumulación de resultados en un proceso que puede ser más o menos agitado.
¿Es esto posible en nuestro país? Sí, dentro del marco constitucional y legal vigente. Invito a los señores candidatos a la presidencia, si comparten este diagnóstico, a elaborar propuestas que no se limiten a las “manos limpias” y a los códigos de ética.
El autor es sociólogo.