Desde la construcción de la Costa Rica moderna a mediados de siglo, bajo la dirección de Rafael Angel Calderón Guardia y José Figueres Ferrer, la política ha consistido en la administración de la obra de estos dos estadistas. El Dr. Calderón le dio dignidad y seguridad al trabajo y le abrió las puertas al conocimiento y al pensamiento. Don José Figueres promovió con éxito el progreso, la institucionalidad, la superación y la justicia sociales, mediante los instrumentos de su época. Más que líderes, estadistas constructores, se constituyeron por eso en caudillos que llegaron muy hondo al corazón del pueblo, el cual con fidelidad incondicional que trascendió hasta la muerte, se les apegó en el exceso, en parte por un sentido de orfandad ante la ausencia -real o sentida- de líderes constructores para las nuevas situaciones, que superan en todos los frentes las soluciones de mediados de siglo.
Esta percepción del peligro no alcanzó a la clase política, que en su mayoría siguió repitiendo las mismas ideas, sin advertir que ahora son un cascarón vacío, a diferencia del pueblo que sí lo intuye pese a las apariencias. Porque las estructuras que levantaron ambos líderes para instrumentar sus ideas centrales de justicia y seguridad, ahogan ahora bajo su peso y desactualización. Los políticos administradores que no lo advierten, y que sólo pueden vivir a la sombra de otros para explotarlos y administrarlos, son incapaces de crear o no tienen el coraje necesario para hacer los grandes cambios, que, a diferencia de la vía fácil de seguir la corriente, requieren mucho valor. Por eso, cegados por las imágenes y los mitos que emplean en su administración, no piensan o no ven la realidad y continúan explotando un capital político que ya se agotó, en vez de construir o dejar el campo a quienes puedan hacerlo.
Se cierra una época y sus actores no se dan cuenta de que se les hunde el escenario. La política como propaganda del culto construido por otros, con jueguitos y engaños, termina y sus oficiantes no lo advierten. Fase que es del ciclo pulsátil de construcción, administración, caída, vuelta a construir y así sucesivamente, en que se produce el desarrollo político e histórico de los pueblos. Por eso, inmersos en los árboles, sin la visión de conjunto del gran bosque del que la política es apenas parte, los llamados "expertos" en política no se dan cuenta de su error.
El instinto del pueblo es mejor consejero, y la visión del vacío y del caos suscita en la manada humana la necesidad del gran conductor. Pero su ausencia en la oferta política -en que sólo aparecen administradores y no constructores (producto en parte del apego electoral enfermizo a los caudillos del pasado, lo que impide que surjan los nuevos)- llevó a buscar como conductores a los hijos de los caudillos, la forma más próxima a sus cualidades, que es lo que se busca. Porque no son sus instituciones originales lo que se pretende, sino su carácter, su decisión, su compasión e inteligencia, que les permitió en el pasado hacer lo que hicieron, y ello se quiere trasladar al presente. Son estas cualidades que se añoran, lo que se quiere revivir con sus hijos.
Me suscitan estas reflexiones otras de Henry Kissinger (The New York Review of Books del 16 de julio pasado), sobre el gran líder inglés Winston Churchill. Kissinger contrapone un gran estadista como Churchill a "los líderes políticos ahora familiares, que generalmente aspiran a ser superestrellas más bien que héroes. La distinción es crucial. Las superestrellas buscan la aprobación; los héroes caminan solos. Las superestrellas necesitan del consenso, los héroes se definen ellos mismos por la visión de un futuro que juzgan su deber lograr. Las superestrellas buscan el éxito mediante las técnicas de suscitar apoyo; los héroes persiguen el triunfo mediante la exteriorización y el crecimiento externo de sus valores íntimos".
En cambio, los políticos al uso buscan su inspiración en "focus groups" o en encuestas de opinión -en que los encuestadores se engañan con el reflejo condicionado de sus propias preguntas- y no saben bucear en las corrientes subterráneas que subyacen a lo aparente, necesariamente deformado por el discurso imperante -que proviene del pasado- del que el ciudadano medio no puede librarse. Por eso son conducidos (y ahora por lo que se debe corregir) en vez de conducir.
Pero en este momento de cambio de fase, en que el instinto aviva la necesidad del gran conductor, el trono vacío aguarda a los valientes que, con la cabeza y el corazón suficientes para concebir y convencer acerca de los nuevos modelos para la sociedad y el Estado, tengan el coraje de proponer y realizar los cambios necesarios.