Los seres humanos somos capaces de criticar las distintas formas de violencia que desde cualquier punto de vista socavan la estabilidad física y emocional de las personas, pero no nos damos cuenta de que de alguna manera también fomentamos en nuestras relaciones con los demás ciertos comportamientos igualmente violentos.
La única violencia en el mundo no es la que miramos en las noticias, en los campos de batalla. También existen otras que en su conjunto van formando una espiral detonante con consecuencias nefastas para todos, pues sus efectos inmediatos y a largo plazo irán minando las posibilidades de construir un destino diferente para la humanidad.
Tanto es violencia una guerra entre dos o más países, como negar oportunidades de crecimiento y desarrollo humano.
Millones de personas viven en condiciones paupérrimas, sin alimentos, sin vivienda y sin agua potable. Viven en las peores condiciones, en una profunda pobreza que realmente estremece nuestro ser.
Pero la peor violencia de todas es la negación de esta cruel realidad que acontece en una parte real del mismo mundo, donde algunos ni siquiera tienen idea de su propia riqueza.
Estamos hablando del mismo mundo, no del primero, segundo o tercero, del mismo, de uno solo, donde millones de personas mueren por exceso de alimentación, mientras otros millones mueren por falta de ellos.
Si estas condiciones persisten en el mundo, difícilmente podrá erradicarse la violencia. No tanto por las reacciones de quienes padecen las consecuencias de la pobreza extrema, sino por la falta de voluntad de los que pueden hacer los cambios necesarios para que el mundo deje a un lado su crueldad.
No solamente las balas quitan la vida a las personas, también la ausencia de políticas humanitarias.
Para eliminar la injusticia es requisito fundamental crear una nueva cultura de paz, cuyos valores y actitudes permitirán –sin duda– un nuevo comportamiento humano a favor de la vida, a favor de la comunidad de la vida.
Nuevo concepto. No solamente se trata de un rechazo a la violencia en todas sus manifestaciones y formas, también significa abrazar una nueva concepción filosófica, basada en los principios de libertad, justicia, solidaridad y tolerancia.
Claro que no se trata de un asunto sencillo, pues no es fácil cambiar de la noche a la mañana el egoísmo humano que ha imperado desde siempre.
Aun así, todos tenemos un papel fundamental que cumplir en la construcción de una nueva cultura de paz. Nadie puede decir que no se puede, pues el principal cambio nace en nuestro propio corazón.
Depende de nosotros mismos marcar las huellas de la fe y la esperanza en un mundo que se muestra cruel y desinteresado. Con la persona que esté más cerca de nosotros, un familiar, un amigo, un vecino o, bien, un desconocido es posible iniciar el cambio.
Miguen Miranda es politólogo.