Informarnos de los sucesos del mundo o de nuestro propio patio es una necesidad, y en algunos contextos es un privilegio; muchas luchas se libraron en distintos momentos de la historia para que el periodista –y los medios– tuvieran el derecho de ejercer su profesión y para que el derecho a comunicar fuera consagrado en la normativa y en la práctica.
Derecho que, en los últimos tiempos, ha sido desvirtuado, deslegitimado y vergonzosamente banalizado.
En otros tiempos –mucho antes del avasallamiento digital– los noticieros televisivos eran la fuente primera y última de información; era la última palabra. Sus directores y presentadores gozaban de un gran reconocimiento y credibilidad, mucho más que personalidades de otras esferas, y su influencia era tan grande como su responsabilidad.
Esa responsabilidad se ha diluido entre los litros de sangre y superficialidad que las agendas de los noticieros actuales –en especial de los dos canales más grandes del país– privilegian.
Ana M. Miralles plantea en un libro sobre periodismo y opinión pública, que la información es un bien público y no únicamente una actividad, tiene una gran responsabilidad en la consolidación de la democracia y en la misma formación de ciudadanos.
Así, cuesta digerir estas palabras cuando vemos noche tras noche, emisión tras emisión, una delicada selección de pasajes sangrientos que consumen los valiosos minutos del canal y del televidente con intervenciones de periodistas ávidos de recoger cada una de las lágrimas de los afectados, valiéndose de las preguntas más tendenciosas cual si fuera una competencia por ver quién logra revictimizar con más éxito.
Y cuando no contentos con la profundidad del aporte de la nota roja, hacen un despliegue orgulloso de las interminables horas navegando en la red donde encontraron el video más gracioso, vergonzoso, superficial o innecesario para, mágicamente, convertirlo en una “noticia”, cuando la banalidad criolla no es suficiente.
A esto se reduce los principales noticieros televisivos de este país, ese es el fondo en el que nos encontramos.
Los directores de estos noticieros no deben olvidarlo, tienen una responsabilidad, y muy grande. Como grandes influyentes en la opinión pública, el gastado argumento de que “a la gente se le da lo que pide” no vale, no es de recibo y no es ya una justificación de peso; vuelvo a la idea anterior, son formadores de ciudadanos y esto es una gran responsabilidad. Lo insulso, irrelevante, así como los circos mediáticos (como las penosas notas acerca del avión de Iberia de emisiones recientes) no son un aporte en este sentido y por mucho contribuyen con la degradación de la sociedad.
Sábato apuntaba que los programas “divertidos” tienen mucho rating, sin importar a costa de qué valor y que son esos programas donde divertirse es degradar y todo se banaliza.
“Esta desesperación tiene sabor a decadencia” sentencia. Y yo agrego que cualquier parecido con nuestros noticieros, ¿es coincidencia?
El autor es profesor de Ciencias Políticas en la UCR.