La agresión infantil es una epidemia que se extiende, crece y agrava cada año. Las cifras del Hospital Nacional de Niños son escalofriantes: cada día ingresan a este centro médico diez niños agredidos. La mitad de ellos son menores de tres años y la gravedad de las lesiones se acrecienta cada vez más.
En esta epidemia de violencia existen, a grandes rasgos, dos grupos distintos de victimarios.
Los sádicos que agreden a los niños –tanto física como mental y sexualmente– por el placer de hacer daño. Para este tipo de psicópatas debería existir la pena de prisión perpetua en lugar de la que prevé la legislación penal actualmente.
Pero hay otro tipo de victimarios, que son más en número y más peligrosos porque sus motivaciones son “altruistas”.
Se trata de los padres, madres, abuelos y adultos encargados de los niños, quienes entienden que la agresión sirve para educar, para disciplinar, para corregir, para formar hombres y mujeres de bien.
Este tipo de agresores no son psicópatas malvados, son, por el contrario, gente común y corriente que reproduce conductas que deberían haber sido erradicadas de nuestra cultura.
No son escasos los testimonios de adultos que –para justificar las agresiones a las que someten a sus hijos– agradecen a sus padres las “leñateadas”, las fajeadas, los “chipotazos” que recibieron en su infancia porque, según ellos, gracias a ello, hoy son buenas personas.
Falso. Documentada investigación de psicólogos y psiquiatras indica que las agresiones recibidas en la infancia solo producen dolor, miedo, inseguridad, resentimiento y agresividad en las víctimas. Nadie ha aprendido a ser persona de bien a garrotazos.
El problema es que la mayoría de las víctimas, con el tiempo, se convierten en victimarios y, para justificar su conducta –seguramente de manera inconsciente– idealizan las agresiones de las que fueron víctimas y le atribuyen a las garroteadas el éxito en sus vidas.
Los falsos paradigmas que se resumen en “la letra con sangre entra” contribuyen a mantener con vida una subcultura que eleva la agresión y la violencia en contra de los menores de edad en un método correcto para educar, disciplinar y corregir.
Esa subcultura, apéndice del machismo, debe ser combatida con todos los medios de la sociedad y el Estado: la agresión no es un procedimiento educativo, es, simplemente, agresión pura y dura que causa estragos en la autoestima de la víctima.
Amor incondicional. Si los padres, madres, abuelos, hermanos mayores o encargados de menores de edad quieren, realmente, ayudar en la buena formación de los menores a su cargo deben darles la seguridad de que son amados incondicionalmente –sí, incondicionalmente–, el ejemplo de una vida respetuosa de sí mismos y de los demás y la determinación de reglas claras de conducta con consecuencias conocidas si tales reglas son irrespetadas.
En todo caso, jamás la consecuencia a esos irrespetos normativos será la agresión física, mental o sexual del menor.
La consigna de que a los niños no se les agrede porque son personas debe primar en nuestra cultura. Urge hacerlo.
El autor es abogado.