Como tantas otras cosas, la vergüenza es una manifestación psico-física que puede desprogramarse de nuestro sistema. Algunos han perfeccionado esta capacidad de manera metódica. Son, precisamente, los sin-vergüenzas. Bloquean la secreciones de adrenalina que producen la sobre-irrigación vascular del rostro, y no experimentan el sonrojo. Una destreza adquirida, como puede serlo la ventriloquia o mover las orejas. Tal es, justamente, la definición del cinismo (y no me refiero al pensamiento de Diógenes, que conviene abordar con todo respeto).
El mundo está lleno de sinvergüenzas. Hoy me referiré a un espécimen especialmente específico (valga la cacofonía). El don juancillo tropical. El burlador de (insértese aquí, en lugar de Sevilla, el nombre de cualquier barriada capitalina). Remedo del seductor de Tirso, Molière, Zorrilla, Byron. En versión tercermundista. No tiene un valet (Leporello o Sganarelle), sino amigotes de cantina, secuaces y cofrades con quienes celebra sus etílicos cónclaves y sus justas de alardeo masculino.
Es pródigo con su simiente el don juancillo tropical. Bien podría hacer suya la consigna de Larousse: “Siembro a todos los vientos”. Buen preñador, sí. Ahí van quedando los surcos labrantíos de la patria, fertilizados por su divino semen. Hijos desgranados por todas partes. Suele ser buen hablador. Verbo barato, pura bisutería, fórmulas que recicla, con ligeras variantes, para cada una de sus jornadas de caza.
Hay, por ahí, un prócer de la patria –militar, por supuesto: disparo certero y fusil siempre calibrado– que tuvo, exactamente, 151 hijos. Todos, en Costa Rica, somos primos: sociedad endogámica desde tiempos de este noble fundador de progenie. El emperador de Annan, Tu Duc, poseía, al morir en 1883, un total de 103 mujeres en su palacio. Todo don juancillo tropical lleva su emperador de Annan por dentro. No son polígamos (el matrimonio los tiene sin cuidado), son poligines: machos de muchas hembras. Ahora también se ha puesto de moda el cuadro simétrico: la poliandria, las hembras de muchos machos. Irónicamente, a los primeros se les erigen monumentos ecuestres, son consagrados espadachines del sexo, y devienen en leyendas urbanas. Las segundas, en cambio, son declaradas “zorras”.
Progenitor. Hace ocho milenios, el hombre descubre su capacidad como progenitor: establece una relación causa-efecto entre sus eyaculaciones y el posterior embarazo. Le tomó 180.000 años al homo sapiens entender esto. Tengo para mí que no somos tan inteligentes como creemos. Pero, aún al día de hoy, en la comunidad Na del Tibet, el hombre no se reconoce a sí mismo como genitor. Alivia su urgencia sexual en una plétora de mujeres a su disposición. Dos meses después de nacido, el hijo le es atribuido al varón que más se le asemeje físicamente. Entonces asume su paternidad.
En nuestras latitudes hay muchos don juancillos que viven aún de conformidad con esta práctica. En su magnanimidad infinita, no le niegan a mujer alguna su esperma sacro. Ahora, por culpa de Hershey, Watson, Crick y una larga serie de cretinos y aguafiestas (¡quién los tenía descubriendo el ADN!), la prueba de paternidad genética ha acabado con las veleidades de sultanes de estos proto-machos. Deben aceptarse a sí mismos como padres –un rol social–, no ya solo progenitores –mera función biológica–.
La ciencia les complicó la vida a nuestros inveterados poligines. Un buen día, los llaman para comunicarles que son papás, y los instan enfáticamente a asumir la pensión alimentaria. Si no tienen plata, van a la cárcel (con lo cual los miserables no podrán siquiera enviar la pinche mesada que constituye su mayor título de gloria como padres).
El problema. El problema procede de la desproporción inconmensurable entre los dos actos: fecundar un óvulo (cualquier espermatozoide capaz de jugar velozmente, desmarcarse, recibir balones de profundidad y driblar a un par de rivales será capaz de ello) y ser padre: un hecho definitorio del vivir, una ceremonia de amor, un gesto que nunca termina (con sus mil subproductos: responsabilidad, compromiso, sacrificio, gozo).
Costa Rica está llena de sinvergüenzas que usan la pensión como mecanismo de des-culpabilización. Sacan pecho, y proclaman, altivos: “¡Soy un buen padre: siempre he cumplido con mi rol de proveedor, la platita es depositada puntualmente y a mis hijos nunca les ha faltado nada!”. Ah, ¿sí? ¿Qué tal la presencia, el afecto, la ternura, el consejo certero, la voz que orienta, la mano que modela paciente, amorosamente, el alma? ¿Qué tal las visitas al zoológico, al estadio, al cine, al teatro, los peloteos en el parque, el helado de vainilla, las tareas escolares, acaso no más que una caricia?
No sea tan sinvergüenza, señor: valga más que el espermatozoide que aseguró la perpetuación de su material genético en una noche de depredación. Su misérrimo dinero no hará de usted un buen padre: a lo sumo, lo diferenciará del australopiteco que recorrió los caminos de la tierra hace 3 millones de años. Y no espere que la Policía lo detenga, esposado, para reconocer –resultados de laboratorio en mano– que en el mundo hay un pedazo de su ser que debería haber sido amado, celebrado, educado con todo el esmero que merecía.
Ya va siendo hora de redefinir qué significa “ser todo un hombre” en esta sociedad-suciedad que es la nuestra.