BERLÍN – Europa se compone de naciones, y así ha se mantenido durante cientos de años. Esto es lo que hace que la unificación del continente sea una tarea política tan difícil, incluso hoy en día. Sin embargo, el nacionalismo no es el principio para la construcción de Europa; por el contrario, ha sido, y sigue siendo, el principio para la deconstrucción de Europa. Esa es la principal lección que puede extraerse de los dramáticos ascensos logrados por los partidos populistas antieuropeos en las recientes elecciones al Parlamento Europeo.
Esta es una lección que todos los europeos deberían haber aprendido a estas alturas. Las guerras del siglo XX en Europa, al fin de cuentas, se pelearon bajo la bandera del nacionalismo, y casi destruyen completamente el continente. En su discurso de despedida ante el Parlamento Europeo, François Mitterrand destila toda una vida de experiencias políticas en una sola frase: “El nacionalismo es la guerra”.
Este verano, Europa va a conmemorar el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial, que sumió a Europa en el abismo de la violencia nacionalista moderna. Europa también conmemorará el 70.º aniversario del desembarco aliado en Normandía, que fue el evento que llegaría a decidir la Segunda Guerra Mundial en favor de la democracia en Europa occidental (y posteriormente, después del fin de la Guerra Fría, en favor de la democracia en toda Europa).
La reciente historia europea está llena de este tipo de conmemoraciones y aniversarios, todos ellos estrechamente relacionados con el nacionalismo. Y, aun así, las esperanzas de muchos europeos parecen encontrar su expresión, una vez más, en dicho nacionalismo, mientras que una Europa unificada, que en los hechos es la garante de la paz entre los pueblos de Europa desde el año 1945, es vista como una carga y una amenaza. Este es el verdadero significado de los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo.
Pero los números y porcentajes por sí solos no expresan la magnitud de la derrota sufrida por la Unión Europea (UE). A lo sumo, en su calidad de elecciones democráticas, estas definen mayorías y minorías –y, por lo tanto, la distribución del poder por un período de tiempo– y no siempre garantizan una evaluación correcta de la situación política. Las elecciones ofrecen una fotografía instantánea, un momento congelado en el tiempo, y, para comprender las tendencias a largo plazo, debemos examinar el cambio en el porcentaje de votos que reciben diversos partidos entre una elección y la siguiente.
Si el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo fuese a ser juzgado exclusivamente por el hecho de que una abrumadora mayoría de los ciudadanos de Europa emitió sus votos por los partidos pro-UE, el punto más fundamental –el dramático aumento del apoyo a los partidos nacionalistas euroescépticos en Estados como Francia, el Reino Unido, Dinamarca, Austria, Grecia y Hungría– sería pasado por alto. Si esta tendencia continúa, se convertirá en una amenaza existencial para la UE, pues bloqueará una mayor integración, que es urgentemente necesaria, y destruirá la idea de Europa desde dentro.
Francia, en especial, es motivo de gran preocupación, debido a que su Frente Nacional se ha consolidado como la tercera fuerza política del país. “¡Conquistar Francia, destruir Europa!” se ha convertido en el próximo objetivo electoral del Frente. Sin Francia, poco o nada sucede en la UE; junto con Alemania, este país es indispensable para el futuro de la UE. Y, sin lugar a duda, el Frente y sus electores hablan en serio.
En el corazón de la crisis política de Europa se encuentra el malestar económico y financiero de la eurozona, que ni los Gobiernos nacionales ni las instituciones de la UE parecen poder abordar. En lugar de fortalecer la solidaridad paneuropea, la angustia económica ha dado lugar a un conflicto masivo con respecto a la distribución. La que anteriormente fue una relación entre iguales ha dado paso a un enfrentamiento entre deudores y acreedores.
La desconfianza mutua que caracteriza a este conflicto puede dañar irreparablemente el alma de la Unión y de todo el proyecto europeo. El norte de Europa está plagado de temores de expropiación, y el sur de Europa se encuentra aprisionado por una crisis económica aparentemente interminable y por un alto nivel de desempleo que no tiene precedentes, del cual los ciudadanos del sur responsabilizan a los países de norte, especialmente a Alemania.
La crisis de la deuda en el sur, junto con las consecuencias sociales causadas por las duras medidas de austeridad, se ven en el sur, simplemente, como el abandono del principio de solidaridad por parte de un norte de Europa que es rico.
Dentro de este clima en el que la solidaridad va en disminución, el anticuado nacionalismo recibió sus victorias prácticamente en bandeja de plata. En los hechos, el chovinismo nacionalista y la xenofobia ganaban estrategias electorales con cada asunto que culpabilizaba a la UE por el colapso del bienestar de la clase media.
Dada la actual debilidad de Francia y el resultado dramático de las elecciones en dicho país, así como también la ruta extraña que toma el Reino Unido hacia una salida de la UE, el papel de liderazgo de Alemania continuará en aumento, lo cual no es ni bueno para la propia Alemania, ni para la UE. Alemania nunca aspiró a desempeñar dicho papel: la fortaleza económica del país y su estabilidad institucional han hecho que para Alemania aceptar dicho papel sea algo inevitable. Sin embargo, la reticencia de Alemania a liderar sigue siendo un gran problema.
Todos los europeos tienen en sus genes políticos la capacidad para oponerse instintivamente –y también de manera racional– a cualquier forma de hegemonía. Esto también se aplica a Alemania. Sin embargo, responsabilizar a la hegemonía alemana de las políticas de austeridad en el sur solamente se justifica en parte: el Gobierno alemán no obligó a los países afectados a constituir altos niveles de deuda pública.
De lo que sí se puede responsabilizar a Alemania es de la insistencia de sus líderes en cuanto a, simultáneamente, reducir la deuda y aplicar las reformas estructurales, como también de su objeción a casi todas las políticas orientadas al crecimiento de la eurozona. Por otra parte, ninguno de los bandos políticos de Alemania está dispuesto a reconocer “el problema alemán” de la unión monetaria (es decir, la fortaleza relativa que tiene este país, que no la ha utilizado para el bien del proyecto europeo en su conjunto).
En la actualidad, la pregunta candente es cuánto hará Alemania por ayudar a Francia con el fin de salvar a Europa. La presión que se ejerce sobre la canciller alemana, Ángela Merkel, y sobre el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, aumentará sin duda, y dicha presión no provendrá solamente de París, sino también de Roma, Atenas y otras capitales.
La alternativa que en la actualidad tiene Alemania, en contraposición a cambiar de rumbo, es esperar a que los países deudores de Europa elijan gobiernos que cuestionen su obligación de pagar. En Grecia, la suerte ya está echada. Para Europa, esto sería un desastre; para Alemania, ello sería simplemente tonto.
Joschka Fischer, ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania de 1998 al 2005, fue líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años. © Project Syndicate.