Siempre he creído entender, o medio entender, el mundo circundante, el rededor, o como se lo quiera llamar, en el que nos movemos y somos: ese abigarrado collage de prójimos, sociedades, culturas, acontecimientos, modos de pensar y actuar, tendencias… En fin, tanto el microuniverso vivencialmente inmediato como el devenir, in real time, de otros rincones del planeta, pues ya no hay distancias.
Lo curioso es que, de un momento a otro, siento que cada vez comprendo menos el ir y venir de la realidad, quizás porque la vertiginosa rapidez con que están sucediéndose hechos y concepciones de mundo es alucinante y perturbadora, y, además, sobre todo, por tratarse de transformaciones hondamente cualitativas. “Todo fluye, nada permanece”, decía visionariamente Heráclito hace veintiséis siglos. Pero es que, ahora, hay cosas de gran calado que mudan en unos pocos meses, no en unos cuantos años.
Hasta el fondo. El siglo XX pisó hasta el fondo el acelerador de la historia, sobre todo en su segunda mitad. Los cambios de mentalidad en los años sesenta fueron enormes, y sus coletazos continúan hoy y seguirán más allá de nuestros días: desde la parisina Revolución de Mayo del 68 y “las tres emes” (Mao, Marx y Marcuse, íconos de esa época) hasta el seductor eslogan de “Sexo, drogas y rock and roll ”, desde los divinos Beatles hasta los hippies y beatniks, desde la invasión soviética a Checoslovaquia y las masivas protestas contra el infierno de Vietnam hasta tantas y tantas cosas más. Ciertamente, una época maravillosamente sorprendente y sorprendentemente maravillosa en su cultura y también, por qué no, en su contracultura.
Luego de haber vivido todo eso, uno no debería asombrarse de los vaivenes del presente y de su celeridad. Lo que pasa es que varias de las transformaciones de hoy trastocan fundamentos esenciales sobre los que se halla montada la realidad, y que son la realidad misma. Y lo están haciendo de una forma más radical que la de los grandes cambios del siglo pasado, pues afectan la lógica universal y una mínima sensatez.
Al revés. El gran quid de la actualidad es un mundo al revés, puesto de cabeza y encerrado en un círculo surrealista. Pareciera que la nueva tónica de nuestros días no es tanto la protesta, o ser contestatario, sino un pérfido atentado contra la gnoseología y sus más elementales principios para el conocimiento de las cosas y la captación de la verdad.
Y así, de sopetón, sin sospechar nadie por dónde saltaría la liebre, el mundo, al menos en esta parte donde se pone el Sol, se ha visto invadido recientemente por algo rarísimo. Lo llaman “posverdad”, que ha llegado acompañada de “hechos alternativos”, otra cosa que ni Dios la entiende.
La posverdad, una locura que se ha cebado en la manera de hacer hoy política, es la negación misma de una de las más excelsas metas que, desde siempre, han movido el desarrollo de la cultura occidental: el conocimiento de las cosas, de lo que tengo frente a mí. El concepto mismo de “conocimiento” apela a las facultades intelectuales, si lo que se quiere es saber qué y cómo es verdaderamente el mundo.
En el basurero. De raigambre aristotélica, el escolasticismo medieval definió la verdad como “la adecuación, o correspondencia, entre la razón y la realidad”. Y, antes, la Antigüedad clásica, de la que somos herederos, había propuesto la Verdad, el Bien y la Belleza –con mayúsculas– como los supremos valores a los que debería aspirar la vida humana. Ahora, luego de tantos siglos de enjundiosas reflexiones, pareciera que buena parte de todo eso está acabando en el basurero.
La posverdad política, según se la ha definido, se refiere a “circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. ¡Desmadre total!... Ya no importan ni la razón ni la lógica. Adiós, por ejemplo, al principio de no contradicción: “Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”. O, si se prefiere: “La afirmación de algo y su negación no pueden ser verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido”. Adiós a la sindéresis. Adiós a la cordura. ¡Bienvenidos sean el retraso mental y la involución!
La paradoja es caótica: en pleno siglo XXI, caracterizado, entre otras cosas, por la denominada “sociedad del conocimiento”, políticos, ciudadanos, gobernantes y gobernados de distintas sociedades, incluidas algunas del primer mundo, están reviviendo, en cierto modo, el pensamiento mágico.
Masa de descerebrados. El paladín más visible de la posverdad ha sido Donald Trump, junto con su equipo de campaña, en las pasadas elecciones presidenciales de Estados Unidos, en las que los “hechos alternativos”, es decir, inventados e inexistentes, y las mentiras descaradas han sido los protagonistas. Pero no todo el “mérito” es de Trump. El éxito de tanta esquizofrenia se debió también a la gran masa de descerebrados detrás de las redes sociales, un factor multiplicador de la estupidez en todo el planeta.
Umberto Eco, renombrado escritor italiano fallecido en el 2016, no se anduvo con chiquitas hace dos años: “Las redes sociales les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que, primero, hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”. Y remató: “Si la televisión había promovido al tonto del pueblo, ante el cual el espectador se sentía superior, el drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad”.
Las geniales palabras de Eco deberían cincelarse en piedra para que nadie las olvide y recuerde que la subnormalidad y bestialidad humanas no tienen límites. A veces pienso que el calentamiento global está achicharrando la sesera de la gente.
Consejos de un nazi. Una curiosidad: las actuales campañas políticas –y las de antes– de algunos países democráticos están aplicando, prácticamente, las mismas máximas de Joseph Goebbels, hombre de confianza de Hitler y ministro para la Ilustración Pública y Propaganda en la Alemania nazi.
Una muestra para pensar: “Miente, miente, que algo quedará”, “Cuanto más grande sea una mentira, más gente la creerá”, “Una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad”, “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida; cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar”, “La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente”.
Gran peligro. Costa Rica ya inició su andadura hacia las próximas justas electorales. Enfrente de posverdades, “hechos alternativos” y mentiras a bocajarro pululando por otros lares, es muy probable que ocurra aquí lo mismo, o algo muy parecido, hasta mayo del año que viene.
Reproducir en este país ese mundo idiotizado sería también un gran peligro. Un enorme peligro. De verdad.
El autor es filósofo.