Si por primera vez viviéramos la Navidad y alguien que no supiese nada de esa fiesta nos pidiese una descripción somera, la iconografía nos saldría a borbotones: luces de colores, villancicos, envoltorios brillantes, buenos deseos, dulces, rompope y un obeso barbudo vestido de rojo como imagen corporativa; en fin, un alud de azúcar –real y metafórica– bajo el cual enterrarnos por un rato, con el corazón reblandecido, una suerte de tregua edulcorada al desgaste de un calendario a punto de caducar.
Se aguarda el aguinaldo, el regalo obligado o el milagro del “gordo”, mientras quien realmente está llegando –Navidad se define escuetamente en el diccionario como “nacimiento de Jesucristo”– sirve de coartada estética para semejante exuberancia de incoherencias. Celebramos con ínfulas de millonario a un niño pobre, pero nos da vértigo pensar que sea Dios. Y más aún que la omnipotencia se manifieste en la fragilidad absoluta, que la Palabra se encarne en un bebé incapaz de hablar. Para quien no cree es una fabulosa locura… para el creyente también: la única que vale la pena.
Ya en el siglo II de nuestra era este disparate intelectual escandalizaría a Marción, fundador de una antigua secta cristiana: “Quitadme esos lienzos vergonzosos y ese pesebre, indigno del Dios a quien yo adoro” . ¿Cómo iba a ser un establo la puerta de entrada del infinito humanizado? Tal vez precisamente para recordarnos la verdadera medida de lo que solemos entender por grandeza: riqueza, fama y poder reducidos a paja, o, si somos menos benevolentes, a estiércol. He ahí la peligrosidad de la locura.
La pequeñez como traducción perfecta de nuestra naturaleza, súbitamente, nos encumbró. Y la niñez, despreciada tradicionalmente en el mundo antiguo, adquirió un valor fundamental más allá de la etapa concreta en que se desarrolla: conservar la autenticidad infantil es el único modo de transitar una adultez auténtica.
Al cumplir años, ¿avanzamos o retrocedemos?, ¿mejoramos o decaemos?
La experiencia no nos hace necesariamente más prudentes, sino, con frecuencia, más cínicos. Sabemos más, esperamos menos.
La infancia cronológica no es el paraíso perdido que algunos pretenden, hojarasca rousseauniana entreverada de romanticismo pueril. También los chiquillos sufren y yerran, pero su tesoro es la mirada limpia y la apertura de espíritu (las personas se dividen, básicamente, en abiertas y cerradas, es decir, en generosas y egoístas). Charles Péguy condensó así tan feliz primacía: “Se cree por ahí que los niños no saben nada y que los padres y las personas mayores saben algo, pero os aseguro que la verdad es todo lo contrario: son los niños los que lo saben todo” .
En cuanto a ese bebé que la historia ubica en tiempos de la Pax romana instituida por el emperador César Augusto, su principal mensaje como hombre no fue otro que reivindicar el regreso a la infancia –condición tajante de su reino–, no retrotrayéndose al seno materno (como Nicodemo, sabio despistado, interpretó) ni confundiendo infantilismo o ignorancia con su propuesta, sino como liberadora construcción para alcanzar la madurez.
Morir en Navidad es impedir nuestro propio (re)nacimiento (por favor, no asociar con cristianos renacidos o relativistas, tipo G. W. Bush, paradigma del anticristianismo de la peor calaña por profanar desde dentro; el concepto es universal y trasciende religiones). Navidad se trata, en definitiva, de crecer hasta hacerse niño.
¡Feliz Navidad!