En una época muy muy lejana, los investigadores de la Universidad de Costa Rica (UCR) que necesitaban imprimir en impresora láser (por entonces, una tecnología que apenas llegaba al país) debían hacer fila en una sección especial de la Vicerrectoría de Investigación. Allí, en esa fila de connotaciones kafkianas, coincidíamos personas de las más variadas disciplinas y predi-lecciones, quienes aprovechábamos la espera para conversar sobre los más dispares asuntos académicos y mundanos.
Hacíamos esa fila con un solo propósito: que la eficiente secretaria que esperaba por nosotros nos diera una autorización impresa para ir a hacer una segunda fila, en el Centro de Informática, al cabo de la cual por fin tendríamos acceso a la ansiada impresora láser (si es que no estaba descompuesta).
El lado poético de esta historia es que la secretaria que tan amablemente nos daba las autorizaciones las imprimía en una impresora láser más moderna, más veloz y con mejor resolución que la que íbamos a utilizar después.
Informe. Los recuerdos de esas filas han vuelto a mí a partir de la situación ocurrida recientemente a un investigador de la UCR. Resulta que él presentó el informe final de un proyecto de investigación al consejo científico correspondiente, el cual, en cumplimiento de lo establecido en la reglamentación respectiva, conoció el informe.
Poco después, el consejo dio su dictamen: en el informe era necesario sustituir una palabra por otra y, en un espacio en blanco, agregar una cifra. El centro de investigación, entonces, envió el informe de vuelta al investigador, con la indicación de que debía sustituir la palabra e incluir la cifra.
A los días, el investigador presentó una nueva versión corregida del informe final, con los dos cambios que se le pedían ya incorporados, y esperó y esperó y esperó.
Desconcierto. Casi dos meses después, el investigador preguntó qué había pasado con su informe, y se le respondió que había sido enviado a un evaluador y que todavía no había respuesta. Tal situación llamó mucho la atención del investigador porque, aun si se supusiera que el evaluador hubiera estado excesivamente ocupado, ¿cuánto tiempo se requiere para revisar que en un informe se cambió una palabra y se agregó una cifra?
El desconcierto del investigador fue todavía mucho mayor cuando se enteró de que el evaluador, una vez que se le preguntó cuánto tiempo adicional requería para revisar esos dos cambios, indicó que podría necesitar como un mes más: es decir, como unos quince días más para verificar que se cambió la palabra y como otros quince días adicionales para comprobar que se incluyó la cifra.
Más desconcertado todavía quedó el investigador cuando se enteró de que, dado el plazo que había solicitado el evaluador, las autoridades del centro de investigación decidieron buscar a otro evaluador para que revisara que la palabra había sido cambiada y que la cifra había sido incluida.
Relatividad. Puesto que el investigador de esta historia es proclive a filosofar, su reflexión sobre el asunto fue que, dado que los cambios solicitados eran ínfimos, no se justificaba en primer lugar que el centro de investigación donde él trabaja enviara a un evaluador la versión corregida de su informe.
En efecto, revisar que la palabra había sido cambiada y que la cifra había sido incluida son dos cambios que, según consideró el investigador, podrían haber sido revisados por las autoridades del centro de investigación o por el consejo científico en pleno, sin que fuera necesario buscar a un evaluador para hacer esa tarea, y menos a uno tan extraordinariamente ocupado como el de esta historia.
Tampoco se justificaba, consideró el investigador, buscar a un segundo evaluador para que revisara los cambios referidos, ya que esto lo habrían podido hacer, por su propia cuenta, las autoridades del centro y su consejo científico.
Al igual que la historia de la impresora láser, la del informe final también tiene una dimensión poética relacionada con la relatividad del tiempo: revisar que una palabra fue cambiada y que una cifra fue incluida es algo que no debería tardar más de unos 90 segundos; pero en la UCR, después de 59 días (es decir, 1.416 horas, 84.960 minutos y 5.097.600 segundos) esa revisión todavía está pendiente.
Irlanda. Sin duda, es una ventaja enorme para todos los habitantes de este país que los contribuyentes no sean dados a filosofar ni a hacer preguntas, ya que si lo fueran, podrían empezar a preguntarse con qué dinero se pagó el tiempo invertido por los investigadores en hacer dos filas consecutivas para tener acceso a una impresora láser.
De ser dados a las aventuras del pensamiento, los contribuyentes también podrían preguntarse quién va a pagar por los más de cinco millones de segundos que son necesarios para que en la UCR se revise que, en un informe final de investigación, una palabra fue cambiada y una cifra fue incluida.
Hace varios años, la economista Eva Paus publicó un interesante libro en el que comparaba el desarrollo económico irlandés y el costarricense y se preguntaba si Costa Rica podría emular a Irlanda. Tanto la historia del acceso a la impresora láser como la del informe final, al mostrar la distancia cultural que separa a ambos países, contribuyen a responder esa importante pregunta.
El autor es historiador.