Principio de fundamento, la democracia política es la base, y debe continuar siéndolo. A pesar del tiempo transcurrido, estamos todavía en etapas primarias de conquistar el pueblo su derecho de escoger a sus gobernantes, facultad conquistada por los ingleses por primera vez en 1265, el derecho a que los hombres de las villas puedan estar presentes, con voz y voto, en el Parlamento.
Pero hay algo que debemos comprender, en nuestro tiempo, a la hora de votar. No estamos en la Edad Media, ni luchamos por la primitiva representación popular. El conflicto económico de nuestro mundo nos lanza a realidades totalmente diferentes a las que tuvieron hombres como Simón de Montfort.
Hoy somos presa de afanes de poder y de riqueza de grandes potencias mundiales, sean naciones, sean empresas transnacionales. Y somos presa, asimismo, de la publicidad, nacional y mundial, que tiende a convertir a nuestros pueblos, ya no en conjunto de ciudadanos luchando por la libertad, sino en personas que tienen solo deseos de consumir, ocultando así los objetivos de la democracia.
Es difícil en el mundo de hoy que los pueblos acudan a unas elecciones sabiendo a quiénes van a elegir y para qué finalidades.
Maurice Duverger, en su libro La democracia sin el pueblo, nos dice lo siguiente: “Los telones de acero y el aislamiento de los demás países; la censura de la prensa, de los libros, de la televisión, del cine; los eslóganes incesantemente lanzados por el gobierno, jamás han tenido un conformismo tan grande como aquel hacia el que tienden las sociedades occidentales modernas. La alienación es, en ellas, mucho mayor que en el capitalismo arqueológico del siglo XIX. Al reducir al hombre a la condición de comprador puro se le despoja tan profundamente como confiscándole la plusvalía de su trabajo, y la operación es más peligrosa porque pasa inadvertida. En las sociedades desarrolladas, la publicidad es el opio de los pueblos”.
Liberación. Cuando participamos en unas elecciones, debemos pensar en que el pueblo, hecho presente en el Parlamento, solo tiene una misión: liberar a la sociedad de toda clase de ataduras, siendo, la más seria, la impuesta obligación de ser autómatas del consumo.
Pero debemos pensar también que a la sociedad en la que funcione bien una democracia política no la gobiernan solo los grupos elegidos legalmente. Somos sociedades en las cuales los diferentes grupos de presión tienen distintas dosis de poder. La ley, en el Parlamento, se convierte así, no solo en el producto del esfuerzo de los que ahí están presentes, sino en el resultado de la presión que hacen los distintos grupos organizados.
La ley es consecuencia de la presión y puede convertirse en una presión más, repitiendo, entonces, un fenómeno histórico: “la miseria y la ignorancia empujan a los oprimidos a hacer suya la causa de los opresores”.
Resalta la importancia de los partidos ideológicos, sobre todo los socialdemócratas, en su misión histórica de despertar la conciencia de los pueblos. Cuando organicemos un partido político y lo lancemos a un proceso electoral, preguntémonos a quiénes vamos a elegir y para qué finalidades.
En política, existe una ley natural: si elegimos como gobernante a un poderoso empresario, con actividades comerciales en todos los campos, estamos eligiendo a una persona que gobernará para las empresas y para los negocios.
Y como la democracia es el gobierno para la gente pobre, de promover un gobierno como el indicado, admitamos de una vez que estamos abandonando la socialdemocracia.
Trascendental actitud. Regreso a mi afirmación original: cuando organizamos un partido político para participar en un proceso electoral, estamos frente a una trascendental actitud y no una simple lucha por el poder, por lo que debemos siempre pensar que la democracia política es un método –el único– para determinar quién debe gobernar y para qué finalidades.
Y lo debemos preguntar porque, en esa decisión, está de por medio, nada menos, que la única posibilidad que tiene el pueblo para encontrar la libertad por el difícil camino de la paz.
El autor es abogado.