¿Un país que se estima a sí mismo? Debajo de la cáscara, resulta todo lo contrario. Por mucho que la CCSS invita a sonreír más a menudo, prácticamente por donde uno mire, vamos como el cangrejo.
La educación suena a pasada gloria: me lo confirman los mismos estudiantes despiertos que quedan. ¿La política? Mal necesario, pero con tanto pillo intocable y corrupto, da miedo. Son contadas las excepciones; la infraestructura, ni me digan, etc.
Pero es sobre todo cuestión de mentalidad: en el Semanario Universidad, Miguel Rojas la resume como “el complejo yo-yo, y solo yo”
Con cuatro décadas de labor en Costa Rica (tampoco es nada) no es que uno vive ni de nostalgia de un remoto país sin rejas ni la aldea autosuficiente. Pero, entre otros, con Van Huffel, Láscaris y mis amigos Marco Tulio Salazar e Hilda Chen, uno se atrevía a ser optimista, a proyectar una esperanza, a construir un minimundo solidario.
Pero he aquí que entramos al reino de la imagen, la apariencia de la realidad que algunos quieren que hasta la sustituya. Bienaventurados los que se saquen un selfi con alguna notoriedad o con el mismo señor presidente, tan notable que no se nota.
Este fetichismo por doquier está matando la vida real, el empuje constante, el anhelo de un bien superior: la familia, nuestro barrio, el país mismo.
Esta tecnología, por supuesto no resulta deficiente en sí, todo lo contrario, mas en momentos, será porque vivo cerca de un dizque centro educativo, se vuelve tan absorbente, tan sustituyente de la misma circunstancia que nos rodea.
Ahora prevalece la autocomplacencia y el “tengo derecho”; usted, si por desgracia tiene más de medio siglo, por decrépito queda descartado: quítese de mi vista, de mi vereda.
No siempre ha sido así. Por sobrada suerte, caen en mis manos dos novelitas del finado Carlos Gagini: El árbol enfermo, de 1918, y La caída del águila, de 1920. Ahora sí: cien años es mucho… Qué bien escritas, con qué manejo argumentativo apela el autor al potencial lector: nosotros, ojalá todavía, en autocrítica, selfi de los buenos.
Como cuando poniendo palabras en el forastero, Mr. Ward, se refuerza la conciencia de que una nación no es un regalo para siempre, no se hace independiente por la simple bandera, sino que se construye y se cultiva: “(…) pero he vivido también en otras repúblicas del Istmo y puedo asegurar que mis observaciones concuerdan con las de don Rafael. Los que nunca han salido de su país no advierten sus defectos ni ridiculeces tan bien como los extranjeros, del mismo modo que los viajeros de un tren no pueden apreciar el movimiento de este si no se asoman a las ventanillas”.
Solo que, acto seguido, va el autocomplaciente señor Montalvo, representando la opinión local: “¡Alto ahí!: nosotros conocemos y confesamos nuestros vicios, que no son tantos ni tan grandes como los de otras naciones. Los que tenemos nos han venido de afuera con lo que llaman el progreso, que maldita la falta que nos hacía para vivir felices, como vivíamos hace medio siglo; y a pesar de todo, sostengo que nuestro país puede contarse todavía entre los más morales y laboriosos del mundo”.
Vaya selfi, de hace una centuria al mismo tiempo que de tremenda actualidad. Tanta falta hace vernos críticamente en el espejo.
El autor es educador.