Llegué a Emergencias del Calderón Guardia y un joven médico me recibió con el siguiente saludo: “¿qué trae mi tata?”. Me dieron ganas de decirle que yo no era su “tata”, pero preferí pasar por alto su irrespetuoso y poco profesional saludo a cambio de recibir su atención como médico. Le respondí que desde hacía 15 días padecía una gastroenteritis que no lograba detener y que me preocupaba que la deshidratación me produjera la muerte.
Su respuesta fue que iba a referirme a la Clínica Central para que me atendieran, pues en Emergencias del Calderón solo ven “a los que les faltan pocas horas para morir” y que ese no era mi caso. Regresé sin ser atendido a mi casa, redoblé el proceso de hidratación con sueros y busqué en una farmacia algo para combatir mi malestar. Me enviaron antiparasitarios. Nada, el problema continuó.
Entonces, dos días después de haber sido rechazado, volví a Emergencias del Calderón Guardia. Esa noche, al menos, sí me recibieron, me pusieron un suero y me enviaron antibióticos. Pero la gastroenteritis continuó, el proceso de deshidratación me hizo saber que o recibía asistencia médica en serio o iba a morir deshidratado.
Intervención milagrosa. Dos días después, tomé una decisión que hubiese preferido evitar: llamé a un médico amigo que trabaja en el Calderón y le pedí que hablara con algún colega suyo del Servicio de Emergencias para que esta vez me atendieran de verdad. Y, cosa milagrosa, en esta ocasión fue de inmejorables atenciones.
Médicos, asistentes, enfermeras, todo se abrió como por ensalmo mientras yo me preguntaba qué necesidad había de que yo tocara “una pata” para que ahora, a la tercera, el sistema de salud pública del país sí funcionara como debió haber funcionado siempre sin necesidad de “patas” que abogaran por mí. Y, no solo en mi caso, sino en todos. Allí estuve internado casi quince días sin tacha por el trato recibido.
Sin embargo, en una de esas noches de duermevela, durante mi internamiento, se formó un grupo de encargadas de limpieza al frente del salón en que me encontraba. Empezaron a quejarse del trabajo que tenían. Una de ellas, en particular, se quejaba “de la vieja” –se refería a una paciente internada– que un día se quejó porque el área de baño y servicio sanitario estaba muy sucia y agregó que ella tuvo ganas de decirle algo así como: “mire señora, si quiere un baño limpio vaya a la clínica tal (se refería a una conocida clínica privada) y pida que le tengan el baño limpio, pero eso sí, pague”.
Ante esa afirmación, yo no pude quedarme callado y le respondí, desde mi lecho de asegurado enfermo, que si ella no sabía que nosotros, los asegurados, también pagábamos a lo largo de nuestras vidas muchas más veces de lo que costaban los servicios que recibíamos. La empleada de nuestra nunca bien ponderada “seguridad social” me respondió que no era conmigo que estaba hablando y, de inmediato, desapareció el grupo de contertulias que se había formado frente al salón donde me encontraba.
Creencia errónea. Desgraciadamente, tengo la impresión de que un segmento de empleados de la CCSS tienen esa misma idea: que los asegurados que buscamos los servicios de la Caja no pagamos dichos servicios y que aquello es una especie de institución de caridad y no el portaestandarte de nuestro modelo solidario de seguridad social.
Con ese convencimiento en sus cabezas, para no pocos empleados de la CCSS, se vale tener los sanitarios sucios, tratar de “mi tata” a los enfermos y considerar que los pacientes somos un estorbo. No lo serán todos, pero no son pocos los que piensan así. A la Caja, para empezar, hay que defenderla de sí misma.
El autor es abogado.