Toda evidencia sugiere que los seres vivientes no le importamos una pizca a la naturaleza. Tornados, huracanes, inundaciones, terremotos y erupciones volcánicas ocurren sin la menor consideración hacia los habitantes de la Tierra. Nuestro supuesto maridaje con la naturaleza es una mera ilusión, como lo evidencia la erupción de ceniza y azufre del volcán en el monte Ontake, en Japón. Provocó un crimen horripilante –una muerte por asfixia– a decenas de seres humanos que no le habían hecho ningún daño a ese monte.
Relación conflictiva. A través de la historia escrita, la humanidad ha tenido una relación conflictiva con la naturaleza. En tiempos antiguos, el ser humano convirtió la naturaleza en dioses poderosos y terribles. Adad, el dios de las tormentas de Babilonia, era bueno porque traía la lluvia, pero también causaba desastres y muertes en tierra y mar.
Al otro extremo, muchos ambientalistas le han asignado a la naturaleza nobles calidades humanas. Según muchas culturas, la madre naturaleza nos conforta. Pero la realidad es otra. En pleno delirio, Wordsworth escribió que “la naturaleza nunca traicionó el corazón que la amó”, ignorando que su insensibilidad es total. No es ni malévola ni benévola. Es fría y, a menudo, se manifiesta violenta, sin que se precise un propósito identificable. Simplemente está ahí, siempre amenazante para con los seres vivientes. Tampoco hay reciprocidad. La relación que tenemos con la naturaleza la maneja ella a su antojo. No nos da preaviso para el golpe. Sus exabruptos no son comprensibles. Horroriza más de lo que conforta.
El alboroto del supuesto daño que el ser humano le causa a la naturaleza, por su pretendida responsabilidad por el calentamiento global, no nos debe preocupar, ni aunque fuera cierto. La naturaleza puede sobrevivir por más que nos empeñemos en dañarla. Y, además, ¿por qué nos preocupamos en protegerla, si ella es totalmente indiferente a que los homo sapiens sobrevivamos, o no, en los próximos años, siglos o milenios? Nuestra preocupación debe ser, más bien, de qué forma nos protegemos los seres humanos, que, como los japoneses, podemos ser sorprendidos por una naturaleza que mata por asfixia –entre otros medios– y sin previo aviso.
El mal natural. John Hicks, uno de los más influyentes economistas del siglo XX y ganador del Premio Nobel en 1972, define el “mal natural” como “el mal que tiene su origen independientemente de las acciones humanas”, en contraste con el “mal moral”. Se refiere a males como los terremotos, las tormentas, las sequías, las inundaciones, los tornados y los tsunamis, o sea, todos los males que carecen de un agente moral detrás del hecho. El mal natural, concluye Hicks, no puede ser atribuible a ningún agente humano y la Tierra todavía no es el Reino de Dios. Por lo tanto, a nuestro planeta lo maneja el mal.
Para Gregory Boyd, uno de los veinte eruditos cristianos más influyentes del mundo, según el The New York Times , el mal natural tiene que ser atribuido a un perverso agente no humano. Los libros de este teólogo, Satanás y el problema del mal y, sobre todo, Dios en pie de guerra , examinan la fuente del mal desde una nueva teodicea que desafía la edad de la Ilustración. Ambos son lectura fascinante.
Plantea una tesis de una visión del mundo en una guerra sobrenatural entre Dios y Satanás, que obliga a pensar de manera poco tradicional sobre temas como el poder de Dios, la realidad de la maldad y la influencia de Satanás. Esta visión requiere una creencia en ángeles, en Satanás y en demonios como agentes reales, autónomos y libres, lo mismo que una creencia en la actividad de estos seres y su interacción en los asuntos humanos.
El Nuevo Testamento identifica la enfermedad, la ceguera y los actos demoníacos como iniciativas de Satanás (Lk 13:10-17; Acts 10:38-2; Cor 4:4-1; Jn 3:8). Boyd demuestra que Jesús nunca trató la enfermedad de otra manera: eran todas, claramente, producto del enemigo satánico. Boyd va más allá y sostiene que toda maldad, moral pero también “natural”, se deriva de la voluntad y acción de Satanás y su ejército de agentes libres.
Se pregunta: “¿Por qué un Dios bondadoso y todopoderoso puede crear un sistema natural tan inherentemente violento, terrible y doloroso?”. Evidentemente, ese mal natural no puede ser atribuible a un agente humano. La violencia de la naturaleza tiene que ser atribuida a un perverso agente no humano.
Las ideas modernas sobre el mal natural, según el naturalismo de la Época de la Luz, hicieron más problemática la noción de que espíritus malvados ejerzan una influencia sobre el mundo físico. Pero lo que ha hecho necesaria esta visión del mundo en guerra que plantea Boyd es la creciente conciencia de la radicalidad de la maldad en nuestro tiempo. Las decapitaciones recientes como un instrumento político son un ejemplo.
Muchas veces, esta radicalidad no es apreciada en su verdadero extremo. Y no es sorprendente, por lo tanto, ver, en el mundo actual, cómo escritores de todas las religiones toman mucho más en serio al diablo y a los seres demoníacos en general. Boyd intenta, en sus libros, integrar este nuevo interés en el diablo con el problema teológico del mal.
Muy activos. Este extraordinario teólogo demuestra, detalladamente, que los autores del Nuevo Testamento se refieren a que Satanás, los demonios y los ángeles caídos están muy activos en el mundo (Eph 1:21, 3:10; Col 1:16). Esta verdad se aplicaba no solo a la maldad moral, sino también a la maldad natural.
El teólogo Orígenes, en el siglo II, desenmascara todos los desastres naturales como la “ocupación propia de los demonios”. Consistentemente, Jesús también se refiere a estas tragedias naturales como evidencia del Reino de la Oscuridad, aquí en la Tierra.
Para Boyd, también, es claro que Satanás y sus legiones están, directa o indirectamente, detrás de todas las formas del mal natural. Como lo comprendió la Iglesia temprana, y casi todas las culturas previas a la cultura moderna de Occidente, la naturaleza está también sujeta a agentes invisibles que ejercen una influencia sobre ella.
Satanás convierte un medio neutral, como es el orden de la naturaleza, en un arma, de la misma manera que los agentes humanos pueden usar piedras, garrotes o agua como armas cuando así lo quieren.
Sinrazón de la maldad. La ciencia no ha logrado encuadrar el mal en un esquema científico que logre definir la naturaleza de la maldad. Si la razón y la ciencia no logran explicar la sinrazón del mal, ¿qué queda? Aceptar que la esencia de la maldad trasciende las palabras, y que las palabras no se acercan a la realidad, como nos quedó claro a todos los que vimos a la naturaleza en acción cuando entró en erupción el volcán Ontake en Japón.
Por la intensa experiencia con el mal en el siglo XX y la del presente siglo de decapitaciones como espectáculo televisivo, puede haber llegado el momento, como sugiere Boyd, de buscar un abordaje espiritual para enfrentar el problema del mal, tanto del mal moral como del mal natural.