Los derechos tienen pasado y la autonomía universitaria no es una excepción. La correspondiente a la Universidad de Costa Rica (UCR) fue definida por primera vez en la ley orgánica de dicha institución, promulgada en 1940. Allí se estableció que la UCR sería autónoma en términos de su gobierno, administración, capacidad jurídica y quehacer académico.
Aunque la libertad de cátedra quedó implícita en esa ley, esto fue insuficiente para evitar que, en el contexto de la guerra civil de 1948, los universitarios calderonistas y comunistas fueran perseguidos por los vencedores en ese conflicto.
Durante la década de 1940, la autonomía fue un tema marginal en la UCR. Tal situación varió completamente una vez que fue incorporada, junto con la libertad de cátedra, en la Constitución de 1949.
A partir de entonces y hasta finales de la década de 1960, la autonomía se convirtió en un tema frecuente en los discursos de las autoridades universitarias, menos en lo relacionado con la defensa de la libertad de cátedra y más en función de asegurar el financiamiento estatal. Se priorizaba la “autonomía económica”.
Uniformidad. En un discurso de 1954, el rector Rodrigo Facio afirmaba que más importante que la autonomía era que la actividad académica no fuera “turbada por las pasiones del momento ni interferida por cálculos, propósitos o designios extraños a su naturaleza”, por lo que quienes laboraban en la UCR debían dejar de lado “sus banderías políticas” y “otras diferencias personales”.
De esta forma, en el contexto de la Guerra Fría, Facio promovía la uniformidad sobre la diversidad, por lo que, al referirse a la libertad de cátedra, no aludió a alguna experiencia de la UCR, sino de la Universidad de Cornell (Estados Unidos), en la que, según él, el marxismo era estudiado desapasionadamente.
Las limitaciones a la libertad de cátedra en esa época afectaron particularmente a los docentes y alumnos comunistas, y quedaron claramente expuestas en noviembre de 1968, cuando el filósofo Constantino Láscaris publicó en el periódico La Nación un artículo a favor de legalizar la marihuana.
De inmediato, varios profesores de la UCR calificaron a Láscaris de “superficial” e “imprudente” y una alta autoridad universitaria lo acusó de publicar un artículo perjudicial y nocivo y lo asoció con “vicios y corruptelas”.
Torre de marfil. Ya en la década de 1960, la autonomía fue invocada por las autoridades de la UCR para enfrentar a los sectores universitarios que se oponían a modernizar la institución y, en particular, al proceso de regionalización.
En 1965, el rector Carlos Monge Alfaro se pronunció en contra de una autonomía absoluta que convertiría a la UCR en una torre de marfil e insistió en que la autonomía “no separa ni aísla, ni impone políticas ni degenera en prepotencias; antes bien, amalgama y fortalece la armonía y la unidad del Estado”.
Todavía en 1972 el rector Eugenio Rodríguez enfatizaba que la autonomía “no significa desentenderse del ordenamiento institucional; la Universidad forma parte del Estado costarricense”.
La utilización política de la autonomía se amplió en la década de 1970, cuando fue invocada por las autoridades de la UCR para cuestionar la creación de otras universidades públicas y del Consejo Nacional de Rectores, y para desacreditar al estudiantado de izquierda.
Para 1978 el rector Claudio Gutiérrez indicaba que la autonomía podía ser amenazada por los poderes públicos, por los partidos políticos, por los gremios profesionales, por los sindicatos, por los movimientos confesionales, por las organizaciones estudiantiles y por el surgimiento de “focos de corrupción en cualquier parte del conglomerado universitario”.
La inquietud de Gutiérrez por las diversas amenazas a la autonomía coincidió paradójicamente con la expansión y fortalecimiento de la libertad de cátedra, a medida que a la UCR se incorporaban decenas de profesores graduados en el extranjero con formaciones académicas y preferencias políticas e ideológicas muy dispares.
Cautividad. Después del Tercer Congreso Universitario (1972-1973), que modificó su estructura de gobierno, la UCR se convirtió en una institución cada vez más compleja, que debía responder a nuevas y crecientes demandas. Tal situación fue fuente de tensiones y conflictos, que se intensificaron en la década de 1980, debido a la profunda crisis económica de entonces, al cambio en las políticas económicas del Estado y a la competencia de las universidades privadas.
Las demandas de la comunidad universitaria pronto desbordaron el sistema de justicia y de fiscalización de la UCR, conformado por una Oficina Jurídica dependiente jerárquicamente de la Rectoría y por una Contraloría subordinada al Consejo Universitario.
Puesto que el rector forma parte de dicho Consejo y su posición de poder le posibilita formar partido con quienes integran ese órgano, las dos instancias fundamentales de justicia y de fiscalización de la UCR quedaron bajo la influencia directa e indirecta de la Rectoría.
La autonomía se convirtió así en la base de una cautividad jurídica potencialmente arbitraria y abusiva para los miembros de la comunidad universitaria: quienes se consideraban perjudicados por las acciones u omisiones de la Oficina Jurídica y de la Contraloría, solo tenían la opción de recurrir a largos, costosos e inciertos procesos judiciales.
Sala y Defensoría. Con la creación de la Sala Constitucional (1989) y de la Defensoría de los Habitantes (1993), académicos, administrativos y estudiantes tuvieron por vez primera la posibilidad de enfrentar, por medio de vías institucionales rápidas y gratuitas, el sistema judicial y de fiscalización de la UCR.
De momento, no he podido determinar cuántas intervenciones ha hecho la Defensoría, pero en el período 2011-2015, según la Oficina Jurídica, se presentaron 132 recursos de amparo contra la UCR, de los cuales 14 fueron declarados parcialmente con lugar y 44 con lugar (la suma de ambas categorías representa el 44% del total de casos). Se debe considerar además que, en los recursos declarados sin lugar, los reclamos podían estar justificados, pero por ser de carácter legal y no constitucional.
Entre los recursos declarados con lugar, destaca uno por lesión a la intimidad, otro (presentado contra el Consejo Universitario) por “violación a los derechos de libertad de expresión” y uno más por “violación al derecho a la información”. Los dos últimos casos en particular evidencian que la autonomía misma puede ser utilizada tanto contra la libertad de cátedra como contra sus fundamentos.
Investigable. Asediadas por las nuevas opciones de defensa de que disponen estudiantes, administrativos y académicos, las autoridades universitarias, desde finales del siglo XX, empezaron a adoptar una interpretación de la autonomía que rechaza toda investigación de la UCR por entidades externas.
A la vez, el universitario que busca afuera la justicia que la UCR no supo o no quiso darle, se arriesga a ser definido como enemigo de la institución.
El director de la Oficina Jurídica de la UCR, Luis Baudrit Carrillo, en un artículo titulado “Algunos conceptos sobre autonomía universitaria” (2012), afirma clara y tajantemente: “La autonomía universitaria también ha sido lesionada por decisiones y actuaciones de funcionarios y órganos del Poder Judicial”, y alude a la Sala Constitucional.
Contra la interpretación de Baudrit, están los hechos duros: de cada dos recursos de amparo presentados contra la UCR, uno se declara con lugar, lo que evidencia que la falla no está en los tribunales, sino en un sistema universitario de justicia proclive a irrespetar derechos fundamentales.
En tales circunstancias, la mejor defensa de la autonomía y de la libertad de cátedra es oponerse a quienes tratan de construir una nueva y ominosa torre de marfil, y defender el derecho de los poderes públicos y de los ciudadanos de investigar, es decir, de hacer preguntas sobre todos los ámbitos y quehaceres de la UCR.
El autor es historiador.