En verdad, la vocación arboricida del costarricense es asombrosa: se ha encargado de hacer desaparecer los bosques, salvo excepciones.
Recuerden los mayores el depósito llamado Las tucas, ubicado al este del ferrocarril eléctrico al Pacífico. La explotación de ese entonces era realizada por Pacific Lumber Company. Con frecuencia, este ferrocarril transportaba las tucas provenientes de Guanacaste, hoy casi deforestado, como numerosas zonas más. Recientemente, una primera intervención de una compañía urbanizadora fue cortar los árboles, lo que se hace ordinariamente. Esta fue en un área de unas veinte o veinticinco manzanas. Esa urbanizadora arrancó hasta los árboles existentes en una medio colina. Pero así es como se construye comúnmente en nuestro medio: lo primero es arrancar lo que sea y después aplanar. Primero el negocio. Esto prueba el potencial arboricida del costarricense. Abundan los casos.
Valle desierto. Como el Valle Central está rodeado de montañas que casi se tocan, para muchos ese verdor basta y sobra; pero de continuar con ese descontrol legal, el área metropolitana, de cuyo centro no queremos salir, pronto subirá hasta las montañas, y el Valle Central se quedará sin agua, como ya se ha quedado sin zonas boscosas, parques, flores y pájaros. Y si los prepotentes explotadores irracionales del planeta ganan la batalla del calentamiento global sobrevendrá una oleada de calor, lluvias, inundaciones y deslizamientos. Por tanto, los Estados deben actuar para que las instituciones internacionales impidan semejantes males.
Así, poco a poco, hemos confirmado nuestra callada pero perversa inclinación arboricida. La esperanza, en contraposición, es el reciente surgimiento de una conciencia ambientalista y de una generación amante de la naturaleza.