No soy de andar en motocicleta. No me gusta ni me hace falta, por más que digan que ahorra tiempo y combustible. Creo que una más en la calle no ayudaría mucho a aliviar la plaga existente en nuestras limitadas carreteras, donde ya ni las motos caben.
Pero tengo conocidos a quienes sí les gustan, y es respetable. Ya sea por motivos de trabajo o simple afición, ellos pueden cambiar de moto como quien muda de ropa interior y son unos “fiebres” confesos de todo lo relacionado con los “caballos de acero”.
Sin embargo, para que ambos bandos podamos convivir en armonía, debemos llegar a un pacto de no agresión, mediante el cual, unos y otros, nos respetemos y nos conduzcamos con prudencia y responsabilidad en las caóticas calles de nuestro país, ya sea que andemos sobre cuatro o sobre dos ruedas.
El problema es que dicho pacto no existe y así lo evidenciamos a diario. Esto no es ninguna novedad, pero cuando veo noticias recientes “Motociclistas nocturnos siembran caos en vías” (La Nación, 19/11/2017), me doy cuenta de que el problema, lejos de solucionarse, se está agravando.
Testigo de la anarquía.@Hace un par de semanas, mientras departía con unos amigos en un restaurante cercano a la rotonda de la Bandera, nuestra apacible noche de sábado fue interrumpida por una manada de carajillos bravucones en moto –lo digo no solo porque iban en grupo, sino también por el comportamiento animal que exhibían– que llenaron de ruido, riesgo e imprudencia las inmediaciones del lugar.
Días más tarde, de regreso a mi casa, en una aciaga tarde de hora pico, aparecieron otros motociclistas a los que solo les faltó pasar por encima de los techos de los carros en procura de aprovechar hasta el último resquicio disponible, en su zigzagueante transitar por calle y acera, cruzando semáforos en rojo y rayando por la derecha, por la izquierda, por arriba y por abajo.
Pero ¡ay de aquel que por error de cálculo o simple descuido ose pasarles rozando! Aparte de que con un “toquecito” puede que salgan rodando 500 metros cuesta abajo –el chasis son ellos–, lamentablemente el malo de la película termina siendo el del carro. Aquello es como los juegos entre hermanos, donde el más grande tiene que cuidar y hacerse responsable del pequeño, por más que este último sea un tortero.
Sin pretender generalizar –pues sé que hay honrosas excepciones, así como otros peores que andan en carro– creo que el meollo del asunto se debe a algo mucho más grave y profundo, que no se resuelve ni con multas millonarias ni con tráficos en cada esquina.
Me refiero a la falta de cultura, de respeto, de tolerancia, de amor por la vida propia y ajena… de todo eso que no viene escrito en la ley de tránsito, que más bien debería formar parte de los programas obligatorios de educación vial y de algo más integral que podríamos llamar educación para la vida en sociedad. No podemos seguir permitiendo que todo mundo saque licencia y se tire a la calle a manejar vehículo sin aprender, primero, a manejarse ellos mismos.
Solo en el 2016, de las 448 personas muertas en accidentes de tránsito, 197 eran motociclistas, lo cual equivale al 43 % de los decesos. Entonces, ¿para qué gastar tantos recursos en campañas y anuncios, si más bien las estadísticas van en aumento?
Esfuerzos insuficientes. Aunque muy loables y necesarias, tal parece que las iniciativas de concientización emprendidas por el Cosevi, el INS y demás entidades involucradas, incluida la del Chasis son ellos, no han arrojado los resultados esperados y seguimos matándonos y madreándonos en carreteras regidas por la ley de la selva. Aquí la barbarie campea a sus anchas y a nadie le importa.
Como para salir del paso, se recurre a la salida fácil de las campañas y al endurecimiento de las sanciones, pero por más que las primeras sean muy bonitas y las segundas muy severas, no vamos a lograr mucho si no tocamos el punto neurálgico de todo este drama: la cultura de violencia, el “porta a mí”, la pérdida de valores…
¿Cómo hacer para detener la matanza y lograr ese ansiado cambio cultural? Este es un tema que se las trae y que, por motivos de espacio, deberá quedar para un próximo capítulo. Una pista: quizás la respuesta no esté tanto en las imprudencias viales que todos sabemos ocurren paredes afuera de nuestras aulas y hogares, sino más bien en lo que pasa adentro… y callamos.
El autor es periodista.