Por segunda vez insiste don Víctor Hurtado Oviedo ( La Nación, 17/4/2016) en confundir la ley religiosa judía (Halajá) con la ley civil del Estado de Israel, a pesar de la abundante explicación brindada en mi artículo anterior ( La Nación, 30/3/2016).
La diferencia salta a la vista de quien lo haya leído, y solo en la mente nublada de quien siente la imperiosa necesidad de proclamar al mundo su ilustrada superioridad persiste la confusión.
Es curioso que don Víctor no se percate de sus propias contradicciones. Por una parte nos dice, con sobrada razón, que “el Iluminismo nos enseña que todos los seres humanos compartimos los mismos derechos y deberes, aunque sigamos diversas expresiones culturales en idioma, artes, religión, costumbres no reñidas con los derechos humanos, etcétera”. Pero, por la otra, propugna una solución al conflicto del Medio Oriente –abolir el carácter judío del Estado de Israel– que niega únicamente a los judíos el principio de autodeterminación que es derecho para las demás naciones del mundo: tener su propio Estado.
En esto se revela el señor Hurtado fiel seguidor del muy noble e ilustrado conde Estanislao de Clermont-Tonnerre, quien, en un apasionado discurso pronunciado en el Parlamento francés un 23 de diciembre de 1789, supuestamente en defensa de los judíos, declaró que “debemos rechazar todo para los judíos como nación y otorgar todo para los judíos como individuos”. La fatal arrogancia de quien, desde su ilustrada superioridad, desea imponer su verdad a los demás.
Otra historia. Pero lo más llamativo de esta nueva diatriba pseudoilustrada del señor Hurtado es su atrevimiento al reescribir la historia según su propio evangelio laicista. Es cierto que cuando el pueblo judío se convirtió en nación hace más de tres mil años, en la tierra de Israel había otros pueblos.
De ahí a pretender, como lo hace don Víctor, que “el origen del pueblo judío es Arabia” requiere dar crédito a las teorías conspiratorias de un puñado de historiadores revisionistas con una evidente agenda negacionista del milenario vínculo del pueblo judío con su tierra.
Este sería un acto de fe cuya magnitud solo es comparable con la que don Víctor tanto desprecia en quienes creen fielmente en un Dios al que nunca han visto.
Afirma don Víctor que “no importa ‘quien llegó primero’”, permitiéndome hacer dos disquisiciones: 1. Por eso Israel es el país de los judíos, y no el de los jebuseos, de los amalequitas ni de los amorreos que, junto con los judíos (o sea, los naturales de Judea), habitaban la zona hace 3.300 años y de los cuales hoy no existen descendientes. 2. Más importante aún, por eso Israel otorgó ciudadanía con plenitud de derechos a los cientos de miles de árabes que quedaron bajo su jurisdicción en el momento del establecimiento del Estado moderno, en 1948.
En su afán por reescribir la historia, don Víctor omite mencionar el hecho de que hasta la llegada de la primera oleada de judíos europeos a su patria ancestral en las últimas dos décadas del siglo XIX, la tierra de Israel estaba habitada por apenas unas decenas de miles de personas –musulmanas, judías y cristianas– y estaba convertida en un árido desierto incapaz de producir el sustento necesario para una mayor población.
Tal era la desolación, que después de visitarla en 1867 Mark Twain escribió que “Palestina se asienta sobre cilicio y ceniza. Sobre ella se cierne el hechizo de una maldición que ha marchitado sus campos y restringido sus energías” ( Los inocentes en el extranjero ).
Fueron esos migrantes judíos que regresaban a su país, con los conocimientos adquiridos en Europa y las tecnologías que trajeron consigo y las que desarrollarían después, los que recuperaron la tierra e impulsaron su reverdecimiento, produciendo una verdadera revolución agrícola y ambiental.
Esta revolución no solo permitió alimentar más bocas (es decir, permitió el crecimiento de la población), sino que demandó mano de obra, y atrajo a centenares de miles de árabes procedentes del Medio Oriente y el norte de África.
Por lo tanto, la inmensa mayoría de quienes hoy son considerados palestinos –con apellidos como Bagdadi (de Bagdad, Irak), Masri (el egipcio), Mughrabi (el marroquí), Yamani (el yemenita), Lubnani (el libanés) y Halabi (de Alepo, en Siria)– llegaron a esa tierra, al igual que los judíos europeos, en los últimos 130 años.
Primer Estado no nacional. He de reconocer en este punto un error que me recrimina el Sr. Hurtado en su más reciente artículo. Cuando él aseguró que la solución es un Israel laico en el que convivan judíos y palestinos de todas las religiones, asumí que se refería a un Estado binacional, que es una alternativa que se discute y analiza en círculos políticos y académicos interesados en hallar una solución al conflicto del Medio Oriente.
Ahora me queda claro que don Víctor no propuso eso, que es una idea –como todas– con sus ventajas y desventajas, sino algo que no por ser muy “ilustrado” deja de ser descabellado: la creación del primer Estado no nacional del siglo XXI.
Llama poderosamente la atención que la “solución” sea exigir de la nación judía lo que nadie se atrevería a sugerir a otras naciones: renunciar a su identidad y a su esencia, y absorber en su Estado-nación poblaciones que residen fuera de su territorio, y que ni comparten ni respetan sus valores democráticos y occidentales. Algo, por si fuera poco, que ni los mismos palestinos desean.
Es válido entonces preguntarse: si la solución “ilustrada” es un solo Estado sin nacionalidades, ¿por qué detenernos en Israel? ¿Por qué no hacemos de todo el Medio Oriente un solo Estado, con suníes y chiítas, persas, kurdos, árabes y turcos conviviendo bajo una misma constitución? ¿Y Centroamérica? ¿No deberíamos echar en una misma olla a chiapanecos, beliceños, guatemaltecos, hondureños, salvadoreños, nicaragüenses, costarricenses y panameños? ¡Claro! Cualquier diferencia sería resuelta por una “constitución ilustrada” como la que propone don Víctor.
Cuando nos demos cuenta, vamos a poder prescindir de la ONU porque el mundo entero se va a unir bajo una misma bandera, en un mismo Estado, y serbios y croatas compartirán malvaviscos asados bajo la luz de la luna, escuchando a un coro de hutus y tutsis cantar villancicos y rock and roll, en una idílica fogata patrocinada por bosnios y congoleses que ya para entonces habrán dejado de serlo.
“Democracia ilustrada”. Uno puede desear fervientemente que desaparezcan los impulsos oscurantistas de los fanáticos religiosos o nacionalistas. Pero no por mucho desearlo se hará realidad. Es iluso pensar que un pueblo acostumbrado al despotismo y a la violencia se convertirá en baluarte de la democracia porque una constitución “ilustrada” así lo ordene. George W. Bush lo intentó no hace tanto en Irak, y los desastrosos resultados están a la vista de todos. Excepto, pareciera, del señor Hurtado.
Cierto. Don Víctor Hurtado no propuso un Estado binacional. Lo que él pretende es que dos pueblos con tradiciones milenarias se olviden de la noche a la mañana de su identidad, historia y costumbres, y se junten en una suerte de melting pot que él llama “democracia ilustrada”, pero que no pasa de ser una utopía que nada aporta a la búsqueda de una solución duradera y sostenible al conflicto árabe israelí.
Cualquier solución viable tendrá que estar firmemente arraigada en el terreno de la realidad. Supongo que entenderlo es propio del “pensamiento preilustrado” que don Víctor nos endilga.
En el Medio Oriente, más vale una realidad en la mano, que cien utopías volando.
El autor es economista.