Aun cuando en todo libro hay un coeficiente de “cosidad”, no es exacto decir que el libro sea, esencialmente, una cosa. Ni un mero artefacto – arte factum: algo hecho con arte–. Inexpresable como es mi amor por el libro, tampoco puedo declararlo ser viviente, dotado de autonomía ontológica. Ni un objeto, ni una forma de vida orgánica.
Acaso el paradigma de lo que Derrida llamaba un indécidable . No respira, no se reproduce, no emite sonido alguno, pero vive. Una vida que le es propia, y no se asemeja a ninguna otra sobre la faz del planeta.
No habla, y sin embargo nos interpela, y es capaz de dialogar con nosotros. Una criatura de intersticios, residente de una taxonomía no determinada. Ni objeto ni sujeto. Espacio de confluencia.
Infinitamente más que un amasijo de papel. Infinitamente menos que un ser humano. Algo inanimado al tiempo que palpitante, habitado por una vida latente y larval. Inscrito en el espacio, y capaz de trascenderlo.
Hijo del tiempo, pero nacido para la perennidad. Lo tomo entre mis manos, y vibra estremecido. Siento que me reconoce e identifica el calor de mi cuerpo. Sin lugar a dudas, el objeto cultural más misterioso y fecundo, más preñado de significación de que se guarde memoria. Funámbulo haciendo piruetas entre la vida y la muerte.
Me ha sucedido entrar en casas fastuosas donde todo era profuso y deslumbrador. Sin embargo, pronto empezaba a experimentar una vaga desazón. Me tomaba no poco tiempo descubrir la razón de mi malestar: en el lugar no había un solo libro. Ni siquiera los falsos lomos con que algunos burgueses adornan sus hueras “bibliotecas”.
Por hermosa que sea, una casa sin libros es una casa sin alma, sin dignidad, sin memoria. Un erial. La penosa ausencia de lo antonomásticamente humano.
El Larousse. El lugar más misterioso, más fascinante y preñado de secretos de mi infancia, fue la biblioteca de mi padre. Un océano de libros en un cuartito de dos por cuatro metros (con un piano vertical emplazado entre los estantes).
Desde mi perspectiva de niño, el lugar me producía el efecto de un abigarrado templo, una catedral gótica. Todo el saber del mundo se estrujaba ahí. Libros en español, inglés y francés… Lo cual poco importaba, toda vez que yo no sabía leer, y me limitaba a ojear los libros con estampas.
¿Mi favorito? Un diccionario Larousse, en el vértigo de cuyas páginas me perdía, buscando siempre la misma imagen: un mamut dibujado al lado de un hombre, a fin de dar una idea de su colosal dimensión. Me asustaba al tiempo que fascinaba.
Mi madre lo sabía, y mientras papá tocaba piano, ella me sentaba sobre un escritorio para que yo buscara, en mi libro inextinguible, la imagen que tanto me obsesionaba. Era un ritual nocturno: yo estaba enfundado en mis pijamas, y me quedaba dormido con el volumen entre las manos. Esa biblioteca, ese piano, ese libro, fueron los hechos determinantes de mi vida.
Forma de amistad. Jamás adquiero un libro cuyo olor no comience por seducirme. Mi primera aproximación es estrictamente olfativa. En el mundo solo hay dos cosas –y aun referirme a ellas con tal término me parece inadecuado– que nunca me han parecido feas: los libros y los pianos.
No hay libros ni pianos feos: pretender tal cosa constituiría una antinomia, una aporía. Pueden ser discretos, ajados, viejos, casi pudorosos –como si fuesen conscientes de su poca vistosidad– pero jamás feos. Amo la compañía de los libros y los pianos: la más pura y duradera forma de la amistad. En ellos pervive la traza de lo humano… purgada de toda su inmundicia.
El vínculo con un libro es sensorial y erótico (utilizo el término en su más laxa acepción). Le acariciamos el lomo, lo olemos, lo contemplamos, lo tomamos entre las manos y él reacciona como un ser sensitivo.
Le asignamos un lugar que solo a él pertenece, en ese santuario que es la biblioteca, dormimos con él, y en lo que constituye un acto supremamente íntimo, lo dejamos montar guardia en nuestra mesa de noche, mientras nos abandonamos a esa muerte provisional que es el sueño.
Olerlo, siempre olerlo… sus resinas, la textura de sus páginas, ora lustrosa y lucia, ora deliciosamente áspera, lo recorremos con las yemas de los dedos, que para él pareciesen redoblar su sensibilidad… Y lo volvemos a oler. Es lo que nunca nos dará una pantalla electrónica, con su impúdica luz de quirófano, y sus lucecitas de burdel barato parpadeando sin cesar.
La tecnología está desensualizando al ser humano, en particular la experiencia de la lectura. La relación del hombre con el libro –olfativa, táctil, visual, voluptuosa, entrañable– jamás será sustituida por un escaparate operado por botones, suerte de fantasmagórica presencia. El ser humano no puede vivir sin lo concreto, lo tangible, lo finito, aquello que, de una u otra manera, constituya cuerpo, forma, y solicite y prodigue la caricia.
Me gusta hurgar en las librerías de segunda mano. Ediciones de bolsillo. Obras maestras de la literatura yaciendo promiscuamente con novelillas rosa o manuales de jardinería.
Mis tesoros. Me gusta descubrirlos, no que se me ofrezcan explícitamente sobre alguna reluciente vitrina. Gravito hacia los libros viejos. Ajados, arrugados, marcados por previos lectores. Todo lo que piden es que les sea restituida su antigua dignidad. Pareciesen decir: “A pesar de nuestro aspecto, somos todavía capaces de dar amor… no merecemos el basurero”. Y es mucho, en efecto, lo que pueden dar.
Los compro con unción, con el sentimiento del socorrista que rescata a un anciano lleno de luz y de secretos. Sufro por los que quedan ahí. Si pudiera, me los llevaría todos. Mi última compra me costó tres y medio euros… ¡para tanta belleza!
No deja de haber algo frívolo en la persona que únicamente busca la galanura editorial de los libros. Es como amar a una persona por sus atributos físicos. Todo libro viejo cuenta la historia de su paso por la conciencia y las manos del ser humano. No solo se proponen a la lectura, hay también que oírlos… quedito, porque siempre hablan bajo.
Larga vida. El libro físico no está muriendo. Pecan de precipitación quienes le extienden solemnemente su acta de defunción. El fetichismo tecnológico ya asume posturas platónicas: ahora resulta que solo existe lo que vemos en la pantalla, lo demás son sombras, apariencias, siluetas desfilando en el fondo de la mítica caverna.
No morirá la biblioteca, tal cual actualmente la concebimos. ¿Por qué? Porque ese mágico laberíntico recorrido a través de los estantes, entre el aroma de los viejos volúmenes de sabiduría y la expectativa de encontrar de pronto nuestro libro –con el corazón estremecido por la inminencia del descubrimiento– no puede ser reemplazado por el fantasma digital. Nuestra era niega la materia, y eso es grave: quien niega a la materia (la mater ) niega a la madre, niega toda la dimensión sensorial, corporal, sensual de la vida. Nadie puede barrer de un plumazo el contenido ritual y las valencias simbólicas de la cultura, por el mero hecho de que es más fácil y barato leer en una pantalla.
Pretender tal cosa es desconocer a la criatura humana: somos mucho más complejos de lo que creemos.
El autor es pianista y escritor.