WASHINGTON, DC – El informe Chilcot finalmente se dio a conocer este mes, siete años después de que el gobierno británico lo encomendara para “identificar lecciones” de la participación del Reino Unido en la guerra de Irak. Pero con el foco frenético en los errores de criterio del ex primer ministro Tony Blair y el proceso de hacer entrar al Reino Unido en esa guerra junto con Estados Unidos, se corre el riesgo de que las verdaderas lecciones nunca se aprendan.
Para muchos críticos, el fracaso de la guerra de Irak demuestra que las políticas exteriores intervencionistas de Occidente son inútiles e inmorales. Pero las intervenciones nunca se deberían evaluar con base en el éxito o fracaso de la última. Esa lógica es la que llevó a la administración de Bill Clinton, luego del fracaso de la intervención estadounidense en Somalia en 1993, a no actuar al año siguiente para impedir el genocidio en Ruanda, que en retrospectiva podría haberse frenado con una acción bastante limitada.
En el caso de la guerra de Irak, la intervención mató a cientos de miles de iraquíes y destruyó al país, a la vez que le costó la vida a miles de soldados norteamericanos y británicos. Sin embargo, el legado trágico de la intervención iraquí hoy sigue en pie, porque ahora representa una moraleja contra todo tipo de intervención.
El presidente Barack Obama ha justificado en repetidas ocasiones su reticencia a utilizar la fuerza en Siria, más allá que contra el Estado Islámico (EI), en términos de evitar otro Irak. Es más, sus decisiones se han visto afectadas por las reacciones británicas a Irak.
Por cierto, lo más cerca que estuvo Obama de emplear la fuerza en Siria fue cuando le presentaron pruebas contundentes en el verano del 2013 de que el presidente Bashar al-Asad estaba usando armas químicas contra sus ciudadanos. Pero cambió de opinión, en parte al ver que el ex primer ministro británico David Cameron no logró obtener respaldo parlamentario para actuar contra el régimen de Asad.
A pesar de la advertencia de Cameron de que “esto no es como Irak (…) no debemos permitir que el espectro de errores anteriores nos paralice”, miembros de su Partido Conservador se sumaron a los parlamentarios del opositor Partido Laborista para rechazar la moción de lanzar ataques aéreos en Siria en respuesta a los ataques con armas químicas de Asad. Después del rechazo, el secretario de Defensa británico, Philip Hammond, reconoció que fue la guerra de Irak la que había “contaminado el pozo” de la opinión pública, mientras que el exlíder laborista Ed Miliband dijo que el pueblo británico “quiere que aprendamos las lecciones de Irak”.
El informe Chilcot determinó que el argumento para invadir Irak se basó en “una inteligencia errónea”, que los recursos comprometidos no cumplían con los objetivos manifiestos y que los intervinientes no tuvieron en cuenta las consecuencias no intencionadas. Como resultado de ello, Gran Bretaña puso fin a su compromiso de seis años en Irak “muy lejos de haber alcanzado el éxito”. Este catálogo de fracasos no debería leerse como un informe en contra de toda intervención, sino como un conjunto de criterios para éxitos futuros.
En primer lugar, la inteligencia debe ser examinada desde cada ángulo concebible. Esta máxima tampoco se aplicó en Libia, a tal punto que los informes iniciales de una potencial masacre de cientos de miles de personas en Bengasi desde entonces son objeto de un ataque sostenido y creíble.
En segundo lugar, los medios y los fines deben estar mínimamente alineados. Transformar una dictadura en una democracia en un país que nunca ha conocido la democracia y no ha tenido los recursos económicos y cívicos para respaldarla era por lo menos un esfuerzo de una generación (pero ni el gobierno de Estados Unidos ni el del Reino Unido justificaron en un principio la intervención con base en ese razonamiento). El objetivo original manifiesto de retirar las armas de destrucción masiva se podría haber logrado a un costo mucho menor, si esas armas en efecto hubieran existido.
En tercer lugar, quienes planearon la intervención deberían considerar el mejor y el peor escenario. El costo de una no intervención debe ser tan alto, o más alto, que el costo proyectado de una intervención (donde muchas cosas que pueden salir mal frecuentemente salen mal).
Estas lecciones ponen alto el listón para cualquier intervención futura. Pero es un listón que se eliminó al menos con algunas medidas propuestas en Siria. La inteligencia sobre las atrocidades de Asad contra los suyos es irrefutable. El objetivo manifiesto de intervención en Siria debería ser impedir que Asad siga cometiendo una masacre contra su propio pueblo, lo que ha obligado a millones de personas a huir del país, y convencerlo, a él y a sus seguidores, de que si no hay manera de que ganen, es mejor que negocien un acuerdo de paz genuino, por más frágil que sea.
Para lograr este objetivo específico, hay medios disponibles y calibrados: los blancos deberían ser la fuerza aérea y los aeropuertos de Asad. Estados Unidos y sus aliados ya están bombardeando a los perpetradores de crímenes contra la humanidad en Siria, pero solo cuando esos perpetradores pertenecen al Estado Islámico y no al gobierno sirio.
Finalmente, si una intervención de esas características no pudiera frenar la masacre de civiles por parte de Asad o crear las condiciones para una paz negociada, Siria no estaría peor de lo que está hoy. El miedo es que debilitar a Asad fortalezca al EI, y que una Siria invadida por el EI sería peor para Occidente, para otros países en Oriente Medio y, podría decirse, para los sirios.
Pero Asad se beneficia activamente con la presencia del EI en Siria; refuerza precisamente la narrativa contraterrorista que ha promovido desde que comenzaron las primeras protestas pacíficas contra su gobierno en marzo del 2011. Y los sirios en todo el país combatirán al EI con la misma tenacidad, con o sin la fuerza aérea de Asad. Rusia e Irán seguirán combatiendo al EI también.
Una de las principales conclusiones de Chilcot es, sin duda, correcta: “Los aspectos de cualquier intervención deben recalcularse, debatirse y cuestionarse con el máximo rigor”. Dicho esto, la intervención puede seguir siendo el camino correcto.
Anne-Marie Slaughter, exdirectora de Planificación de Políticas en el Departamento de Estado norteamericano (2009-2011), es presidenta y CEO del grupo de expertos New America.
Nussaibah Younis es miembro sénior residente en el Consejo Atlántico, donde también dirige el Cuerpo Especial sobre el Futuro de Irak. © Project Syndicate 1995–2016