Hace unos días, una estrecha mayoría de los votantes británicos decidió poner fin a la participación del Reino Unido en la Unión Europea (UE). Este resultado ha abierto una caja de Pandora cuyos contenidos trastocarán desde la precaria recuperación de la economía mundial, hasta la integridad territorial del Reino Unido y el futuro de la integración europea, uno de los pilares del orden internacional nacido de los escombros de la Segunda Guerra Mundial.
Por ahora, quisiera hacer tres reflexiones, mayormente relacionadas con las fisuras políticas que revela el resultado y los complejos efectos que la globalización está teniendo para la democracia.
Desprecio por las élites. La primera reflexión es que el brexit no es un hecho aislado. Es, antes bien, la muestra más potente, hasta ahora, del profundo desprecio contra las élites y las estructuras políticas tradicionales, que flota como un espectro en todas las democracias.
En esta historia convergen el ascenso de Donald Trump y Marie Le Pen, tanto como la erupción de Pablo Iglesias y Alexis Tsipras, entre muchos ejemplos recientes.
Con todo, el caso británico es notable. La batería de voces a favor de la permanencia en la UE incluyó al primer ministro David Cameron, al liderazgo de todos los partidos (con excepción de UKIP, la derecha xenófoba de Nigel Farage), a todas las instituciones europeas, al FMI, al presidente Obama, a la canciller Merkel, a prácticamente todas las principales empresas del país y a una larga y augusta lista de etcéteras, que señalaron las consecuencias calamitosas de salir.
De nada sirvió. La mayoría de los votantes decidieron hacer un corte de manga al establishment y prestar atención a las delirantes arengas de farsantes como Farage y Boris Johnson, que les ofrecieron el espejismo de un mundo ya ido, sin inmigrantes ni incertidumbre. Se cumple aquí la paradoja que con agudeza le oí decir alguna vez a don Rodolfo Cerdas: cuando la gente no cree en nadie, es cuando más dispuesta está a creer cualquier cosa.
En la raíz de ese enfado está el tóxico legado de la Gran Recesión, de la cual este resultado no es sino una réplica demorada. Pero hay más. La crisis exacerbó resentimientos largamente acumulados, ligados a las dislocaciones económicas y culturales generadas por la globalización.
De todos los factores que explican el voto de una comunidad a favor o en contra del brexit, ninguno está más fuertemente correlacionado que el nivel educativo de sus habitantes: la población menos educada votó abrumadoramente por salir de la UE.
Eso no es casual. El brexit, como el éxito de Trump, es la revancha de los perdedores de la globalización en el mundo desarrollado. Es la reacción de quienes conviven día a día con el riesgo de ver su trabajo barrido por fuerzas que la globalización ha desatado: la innovación tecnológica, la competencia de la mano de obra del mundo en desarrollo y la migración.
Es la gente que siente que ha perdido control sobre su vida y no tiene nada que perder. Es en esa tierra abonada por la ansiedad donde siembran los extremistas, esparciendo explicaciones simplistas, villanos irredimibles y promesas inverosímiles.
Pero sentir enojo no es igual a tener respuestas, y son respuestas las que hoy urgen. Culpar por ignorantes a quienes votaron contra la UE es tan arrogante como inútil. Mejor es reconocer que la globalización deja perdedores a granel. Son menos que los ganadores, pero son muchos.
El reto de las opciones políticas moderadas –en Gran Bretaña y en Costa Rica– es ofrecer soluciones a quienes la globalización ha dejado atrás. Soluciones, esto es, que vayan más allá de las utopías regresivas, hoy tan en boga. De otra forma, nuestras democracias vivirán peligrosamente, a merced de embusteros y charlatanes.
Límites de la política. La segunda reflexión es sobre los límites de la política para cambiar la sociedad. La UE es un proyecto muy exitoso: ha sido la mejor vacuna contra siglos de periódica devastación en Europa y ha transformado de muchas maneras positivas a las sociedades europeas.
Pero la integración ha sido un proyecto de la élite, que ha avanzado a marchas forzadas, casi siempre a espaldas de la gente. La idea, plasmada en los documentos de la UE, de que sus Estados miembros están destinados a “una unión cada vez más cercana”, es una muestra de supremo voluntarismo en un continente donde las identidades nacionales continúan fuertemente arraigadas.
Es, en todo caso, una idea que nunca fue pacíficamente aceptada por la opinión pública en muchos países europeos. No importa cuán exitosos sean los resultados del proyecto europeo, la desconexión entre las élites y las sociedades ha pasado una factura, ahora cobrada con intereses en el Reino Unido.
Hay aquí una lección política fundamental: si la política avanza más rápido que la sociedad, tarde o temprano la sociedad se rebela. Es dudoso que los ciudadanos en las democracias contemporáneas estén ávidos de participar en la gestión de los asuntos colectivos –la evidencia muestra lo contrario: quieren descargarse de ellos–, pero no toleran que se les ignore.
La experiencia de la UE sugiere que la gente no juzga los proyectos políticos únicamente por sus resultados, sino también por el proceso para llegar a ellos. Ya lo decía Camus: en la democracia son los medios los que justifican a los fines.
Referéndums. La tercera reflexión es sobre el peligro de los referéndums. Del carácter inherentemente polarizante de este instrumento ya estamos avisados los costarricenses. Yo no digo que renunciemos a su uso. Sin embargo, lo que acabamos de ver en el Reino Unido me hace pensar que debemos estar muy claros en que la combinación de enojo social con referéndum es extraordinariamente peligrosa y ofrece una mina inagotable para el extremismo y la demagogia.
Y advierto, también, que es demencial que no se apliquen en los referéndums los controles que sí operan en todo proceso ordinario de decisión política.
Si vamos a tener en nuestra legislación la figura del referéndum y vamos a emplearlo para laudar temas de importancia excepcional (por ejemplo los relacionados con la integridad territorial o la forma de gobierno), entonces deben aplicarse reglas similares a las que existen en nuestro ordenamiento para una reforma constitucional: lo que sea sometido a consulta debe aprobarse por mayoría calificada y en dos votaciones en años distintos. Menos que eso, es jugar a la lotería, como hoy lo saben los británicos.
El autor es politólogo.