Cuantos más años cargo a cuestas, más retos agrego en mi mochila, y entre ellos, la búsqueda de las ranas rojas estaba en agenda desde hacía rato. El mar Caribe, que siempre me ha cautivado, guarda celosos misterios que he ido descubriendo poco a poco, a veces bajo la luz de la luna en un buceo nocturno; otros, a plena luz del día, entre conchas y corales, y en ocasiones como lo fue esta vez, en sus linderos: ¿cómo habría de saber que en la playa de las ranas rojas estas no se encuentran en la arena? Había olvidado que no todo lo que brilla es oro... y animada por un nombre engañoso, recorrí la playa entera. Tras una caminata larga, en una hermosa playa con almendros y palmeras, con un mar transparente y un cielo espectacularmente celeste, con un empedrado de pequeñas nubes blancas, me devolví sobre mis pasos un poco decepcionada por no haber visto ninguna rana en su hábitat natural; había olvidado que, a veces, aunque la meta no nos proporcione lo deseado, el camino nos brindó la aventura, y tantas cosas hermosas que no aquilatamos lo suficiente... ¡El poeta griego con sus Itacas!
No crean que me resigné. Ese remoto sitio al que llegué para refugiarme en busca de aire puro, del silencio apenas roto por el canto de los grillos y chicharras o el susurro del mar, y huyendo de ese mundo donde comúnmente nos dejamos simplemente llevar por lo aparente, es un pueblo evidentemente abandonado por las políticas gubernamentales que no han impedido el trabajo infantil y la pobreza que contrasta con la inversión extranjera, propio de este modelo de antidesarrollo que hemos ido forjando en tantos países de nuestra América. Opté, entonces, con la complicidad del sistema, por buscar a uno de los chiquitos que me recibieron al ingreso del Parque, mostrándome unas ranas atrapadas por ellos, y que resguardaban celosamente en unas hojas para mostrarlas tras espetar un simple bisílabo: “móni”. Le pregunté: ¿adónde viven? Ninguna respuesta. Le propuse un trato: $5 (la entrada al parque vale $3) si íbamos a buscar una rana y la encontrábamos; eso sí: de no hallar alguna, no habría paga. En menos de dos minutos, me hallaba en un trillo de la montaña, invadido por diminutas ranas rojas con puntos negros, de no más de medio centímetro de ancho por dos de largo... Se trataba, como en otros menesteres, de, simplemente, ¡saber dónde buscar!
El niño se devolvió y me dejó en el sitio, y se despidió con una frase lapidaria: “déjelas vivir”. Otra de las paradojas del antidesarrollo: la destrucción de la naturaleza que ha llevado a tantas especies a la extinción (sapo dorado) y tiene otras a punto de extinguirse (lapa roja). ¡Demasiadas lecciones en un día en el que había querido huir del mundo que cargaba a cuestas!