El tema del Estado laico es importante, clave con relación al desarrollo de la modernidad costarricense. Hace algunos años, la propuesta de eliminar la confesionalidad del Estado produjo una fuerte reacción en contra. A quienes apoyaron la iniciativa se les calificó de ateos, relativistas morales, contrarios a la fe cristiana, enemigos inspirados en la intención de eliminar a Dios de la Constitución Política, como si ese Dios del que se hablaba fuese una palabra en un papel y necesitara un texto, un poder, un gesto o alguna otra minucia para existir. Proponentes y opositores se transformaron en inquisidores los unos de los otros, librando batallas asumidas como divinas, cuando en realidad eran pedestres y mezquinas.
Pero el tiempo no pasa en vano. Ahora existe la posibilidad de construir una mayoría ciudadana y parlamentaria, incluyendo a los opositores de ayer, que interiorice la naturaleza multicultural, pluralista y plurirreligiosa del país, y declare el carácter laico del Estado. En este aspecto existe un consenso que incluye a importantes segmentos de las confesiones religiosas locales y a movimientos ciudadanos independientes, circunstancia favorecida porque en Costa Rica nadie ha planteado, ni plantea, crear un Estado enemigo de la religión. El propósito es lograr que las religiones se sitúen en igualdad de condiciones con referencia al Estado, y que lo mismo ocurra con las personas y/o grupos que no profesan ninguna confesión. De lo que se trata es de combinar de modo armónico la laicidad del Estado con la libertad religiosa y de conciencia.
Adaptación. En la civilización occidental era común afirmar –de esto hace mucho tiempo– que separar al Estado de la religión constituía un error pernicioso. La religión sin el Estado –se decía– es como un alma sin cuerpo, y el Estado sin religión, igual a un cuerpo sin alma. La sociedad, sin embargo, no detuvo su evolución en esa idea. El tiempo siguió su marcha inexorable hasta que el cambio de enfoque se hizo inevitable. En 1965, Joseph Ratzinger, consciente del anacronismo del Estado confesional, sostuvo que la religión estatal había quedado atrás, superada “por el curso de la historia”, y que la “recurrencia al Estado… desde Constantino, con su culminación en la Edad Media y en la España absolutista de la incipiente Edad Moderna, constituye… una de las hipotecas más gravosas…”. Los ultraconservadores, de fuera y de dentro de la religión, leyeron aquellas palabras del joven Ratzinger con horror: para ellos, se trataba del mismísimo demonio.
Jorge Mario Bergoglio y Karol Wojtyla, en sintonía con el pensamiento de Ratzinger, favorecen la laicidad del Estado y sugieren abandonar su confesionalidad. De este modo, insisten en la inevitable adaptación respecto a un mundo moderno que, desde sus inicios, planteó la necesidad de separar al Estado de la religión y de construir Estados laicos.
Bergoglio, conocido como el papa Francisco, afirma: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional…”, respeta el factor religioso.
Benedicto XVI (Joseph Ratzinger), papa emérito, sostiene que diferenciar al Estado de la religión pertenece a la “estructura fundamental del cristianismo”, y representa “… un gran progreso de la humanidad”. En el 2008, al analizar la cultura estadounidense, Ratzinger declaró que “el Estado debe ser laico…”, y, en su visita a Francia, explicó que la religión no es “identificable con un Estado”.
Karol Wojtyla (Juan Pablo II), por su parte, propone separar la religión del Estado y aconseja no “… volver a formas de Estado confesional”, puntualizando que “la no confesionalidad del Estado” facilita la cooperación entre los distintos componentes de la sociedad.
Victoriosa modernidad. Al intentar profundizar la adaptación de las religiones a los méritos e innovaciones de los tiempos modernos, Ratzinger habla de “un salto al presente” de la religión, de su “traducción” al mundo contemporáneo en un movimiento de re-encuentro con la modernidad y la ilustración. Tal posición alcanza un alto nivel de madurez en el conversatorio Habermas-Ratzinger y en las conferencias del segundo en Subiaco, Ratisbona y la Sapienza. Creyentes, agnósticos y ateos coinciden en la valoración positiva de la modernidad y en la necesidad de completarla, ahondarla y enriquecerla hasta superarla, tal como se observa en los papas citados y en Habermas, Piergiorgio Odifreddi y Paolo D’ Arcadis, entre otros.
Es sintomático que el Papa emérito estableciese contacto epistolar con Odifreddi, presidente de la Unión de Ateos y Agnósticos Racionalistas. En la misiva, Ratzinger habla de “peligrosas patologías de la religión”, y de no menos nocivas “patologías de la razón”, insistiendo en la necesidad de erradicar ambas, y así levantar, en medio de la mugre propia y ajena, la bandera de la modernidad, que es libre y busca vivir en la verdad. El Estado laico se inscribe en este esfuerzo. El Estado confesional, en cambio, es una reminiscencia primitiva y grotesca en vías de extinción.
La adaptación de las religiones a la modernidad ha motivado, dentro de ellas, resistencias y confusiones, lo que incluye, por ejemplo, defender al Estado confesional, como si este fuera un Estado con Dios, mientras se dice que el Estado laico no tiene Dios, afirmación absurda porque el Estado no es una persona física sino jurídica, cuyo propósito es dar legítima expresión al conjunto de la sociedad y no solo a una parte de ella.
El mito de Narciso. Algunas confesiones religiosas nacionales, atrapadas en el pasado, se conducen en dirección contraria a los valiosos pensamientos expresados por autoridades religiosas, agnósticas y ateas a nivel global. Muestran rostros premodernos, antimodernos, fosilizados, constantinianos, formalistas y petrificados en lenguajes periclitados que no dicen nada a la sociedad costarricense actual, ni enriquecen las culturas del país.
Quienes desde semejante fosilización se oponen al Estado laico sostienen que los promotores de la laicidad contradicen la voluntad de Dios al excluir y perseguir a las religiones. Afirmación falsa que reitera la enfermiza costumbre de proclamar a unos iluminados como voceros exclusivos de la voluntad divina, que reparten en su nombre favores, condenas, desgracias, premios y predilecciones a diestra y siniestra.
Tal soberbia, común en regímenes totalitarios, populistas y teocráticos, recuerda el mito de Narciso, según el cual este joven fue condenado por Némesis a enamorarse de su propia imagen. El narcisismo se nota en aquellas personas e instituciones poseídas por un sentido exagerado de su propia importancia, centradas en sí mismas y acostumbradas a que se las admire y se les rindan pleitesías. Al igual que Narciso, se han enamorado de su propia imagen, y esa es su dios, su fetiche, la pesadilla de su presunción. Se visten con ropas de oro y púrpura, pero su desnudez es completa cuando se les miran los intereses económicos y posiciones de poder que defienden.
Si por un instante dejara de funcionar el mito de Narciso, quizá quienes padecen sus alucinantes efectos descubrirían un mundo de oportunidades, diferente a los miedos que cultivan, al odio que propician, al infierno que imaginan y a la visión que comparten con las aves de mal agüero. En tal caso, quizás, dirían “sí” al Estado laico y “sí” a la modernidad costarricense.