Las pequeñas grandes cosas nos ocurren de golpe. Un hombre camina perdido en sus cavilaciones y “algo” pasa: Algo me cayó en el ojo, algo, un bicho/ de oscuridad o simplemente/alguna lágrima de quién sabe quién.
¿Una lágrima? ¿Cómo pudo una lágrima caer en su ojo? El caminante sigue su camino, pese al brinco, aunque ya no distraído, ahora rumia; ¿y por qué no hacerlo?
El protagonista de nuestra historia se llama Jorge Leónidas Escudero, de oficio poeta y casi mago.
Su hábitat es la cordillera de los Andes y, desde ahí, ata cabos sueltos y porqués y busca y encuentra y desecha y vuelve a buscar: Anduve la dolencia largas calles/tratando de aliviarme hasta que se esfumó./ Quedé pensando.
Todo esto tendría un sentido cósmico, tanto si uno lo murmura entre signos de admiración o de pregunta. Sentido cósmico, claro.
No, no es ningún absurdo, al contrario, es directo como fue directo el impacto de una lágrima desde una fuente que no puede ser de otro mundo. Ha de ser de este, pues. El poeta trata de explicar y se autoexplica: nuestro mundo está poblado de indiferencia, muertes de alma y cuerpo, injusticias, sueños rotos y un largo, largo mutismo…
Es que hay mucho amor muerto, gente sufriente,/ niños abandonados, tanto hombre herido por sí mismo que, casualmente,/ alguna de esas desgracias me cae en el ojo/y sin querer la lloro.
Jorge Leónidas Escudero capturó, muy triste, una revelación que, al mismo tiempo, es el descubrimiento verbal de la entraña golpeada de un planeta –el suyo– que así hablaría si pudiera.
Podemos argüir que toda esta fábula real trata de la milagrosa alquimia de palabra y llanto, si usted quiere; o también que pertenecemos –humanidad y Tierra– al mismo campo energético donde una gota de líquido errante cuenta su drama, y alguien lo entiende.
El autor es escritor.