Para un observador imparcial, el actual panorama político, lejos de ser un problema meramente circunstancial, es la más clara muestra de la ineficacia de nuestro esquema político para afrontar los retos del presente. Los mejores ciudadanos han permanecido demasiado tiempo al margen de la lucha política y ese vacío ha sido llenado por mediocres oportunistas.
Pocos requisitos. Nuestra Constitución no exige más requisitos para ser electo popularmente que ser ciudadano en ejercicio y haber cumplido veintiún años, en el caso de los diputados, y treinta años, si se trata del presidente y de los vicepresidentes de la República. Tan amplia permisividad facilita el camino a los mediocres y convierte la contienda electoral en un circo.
Como comentaba jocosamente un costarricense ilustre, el licenciado don Alberto Cañas, hoy día cualquier individuo, con su cédula de identidad en la mano y la edad requerida, se siente presidenciable. Como resultado y por la culpable deserción de los mejores, el poder ha estado copado, desde hace tiempo, por vividores y parásitos, que en cada Administración migran de un puesto a otro y se mantienen en ese juego a base de contemporizar con los apetitos de una masa indócil y caprichosa, que se tira a la calle con cualquier pretexto, coreando consignas simplistas y atropellando el derecho de los demás a transitar libremente por las vías públicas.
Al respecto, el Gobierno ha anunciado que rebajará el salario de sus empleados que dejaron abandonados sus trabajos para sumarse a la última marcha, convocada por reconocidos agitadores, invocando múltiples pretextos, pero, en el fondo, sin otro propósito que el de medir fuerzas con nuestras medrosas autoridades. Ya veremos si estas cumplen con la medida que anuncian.
Aceptación pacífica. José Ortega y Gasset, en su obra, La rebelión de las masas, nos recuerda que el mando no descansa tanto en la fuerza como en la aceptación pacífica de la autoridad por parte de una mayoría determinante. Mandar, nos dice el filósofo español, no consiste en arrebatar el poder, sino en el tranquilo ejercicio de él. No es tanto cuestión de puños como de posaderas. Por eso, su símbolo siempre ha sido el trono, la silla, curul o poltrona ministerial.
El Estado es, en definitiva, un Estado de opinión: una situación de equilibrio, de estática. Don Ricardo Jiménez y otros políticos destacados de la primera mitad del siglo XX –aunque a ellos no les faltaron críticos y opositores– pudieron gobernar este país sin necesidad de recurrir a la fuerza, pues una predominante mayoría estaba dispuesta a respetar su autoridad, siempre bien fundada en la razón y el derecho. Sin embargo, cuando ese consenso ciudadano se rompe, se pierde todo respeto y surgen grupos que se organizan, bajo un liderazgo demagógico, para defender sus particulares intereses y su derecho a no tener razón .
Panorama sombrío. Como enseñaba Benito Juárez, el respeto al derecho ajeno es la paz. Muy acertada la frase, siempre que nos cuidemos de no confundir el derecho que trataba de proteger el prócer mexicano, con los caprichos u ocurrencias de las masas enardecidas por los agitadores de turno. Los efectos de la ausencia de un liderazgo serio y responsable ya se hacen sentir. El panorama se ve sombrío, pero mayores calamidades nos aguardan, de persistir la indiferencia y apatía de los mejores.