Urge replantearse la noción de decencia. Decente es toda aquella persona que respeta la dignidad humana y la integridad física y psíquica de los demás. Indecente es todo aquel que pisotea al prójimo (“el próximo”) y construye su felicidad sobre el dolor de los otros.
Es en nuestra actitud convivencial –solidaridad, compasión, amabilidad, generosidad, nobleza, respeto, amor– donde debemos fundar la ética, como sistema propositivo.
La moral –la moralina burguesa, en particular– como sistema de vedas y prohibiciones, es abyecta. Algo más, por principio reduce a la persona a su orientación o prácticas sexuales. Una normativa de la conducta sexual: he ahí lo que es.
Me importa un bledo si mi vecino es homosexual, si copula con su perro, su refrigeradora o si se masturba dieciocho veces al día. La sexualidad, siendo importante, es un rasgo periférico en la estructura de la personalidad. Gravita relativamente lejos del núcleo del ser. Si nuestra persona psíquica fuese como el sistema solar, la sexualidad giraría según la órbita de Plutón, no ciertamente la de Mercurio.
El psicoanálisis es en buena medida responsable del énfasis desmedido que se le ha dado a la sexualidad como elemento constitutivo de nuestra identidad. El alfa y el omega de nuestro ser, la “llave” que abrirá todos los compartimentos de nuestro universo íntimo.
Pero resulta que para mí es mil veces más importante el hecho de que mi vecino sea capaz de decirme “buenos días” por la mañana, o socorrerme si en mitad de la noche tuviese una emergencia médica, que su marbete –puramente adjetival– de homosexual, bisexual, transexual, heterosexual, andrógino, hermafrodita, travesti o centauro.
Declaración. En caso de que no lo sepan, existe una Declaración de los Derechos Sexuales (WAS, OPS, 2000). Helos aquí. 1- El derecho a la libertad sexual. 2- El derecho a la autonomía, integridad y seguridad sexuales del cuerpo. 3- El derecho a la privacidad sexual. 4- El derecho a la equidad sexual. 5- El derecho al placer sexual. 6- El derecho a la expresión sexual emocional. 7- El derecho a la libre asociación sexual. 8- El derecho a la toma de decisiones reproductivas, libres y responsables.
Contra estos se yerguen aún los discípulos de Savonarola, Torquemada, Gui, Arbués y demás temibles alguaciles de la Moderna Inquisición.
¡Por las heridas de Cristo: dejen a la gente ser feliz, dejen a la gente quererse, dejen a la gente darse placer, dejen a la gente en paz, y váyanse todos al diantre con sus crucifijos, rosarios, excomuniones y anatemas! ¡De nuevo: funden la ética sobre basamentos más significativos: las calidades humanas que son realmente esenciales para la convivencia! ¿Qué importancia tiene que un tipo se masturbe o copule con su aspiradora eléctrica tan pronto se queda solo en su casa?
Control. La medicalización, la patologización de la sexualidad (un proceso que se desarrolla, grosso modo, entre 1850 y 1910), y la “histerización de la mujer” (Foucault: Histoire de la sexualité ) han contribuido a consolidar una especie de “policía secreta de la sexualidad”, de “contraloría” o “fiscalía” universalizada que constituye un mecanismo de control tan insidioso como cualquiera de los que el ser humano ha inventado para instaurar sus estructuras de poder y sojuzgamiento.
¡Por el amor de Dios, la moral y la ética son bellas, nobles nociones, ampliamente abarcadoras y volcadas sobre la valoración de las consecuencias de nuestros actos u omisiones sobre la vida de los demás: la última de sus preocupaciones debería ser vigilar lo que cada cual decide hacer con su sexualidad!
Hablar de moral y de ética –lo repito una vez más– no es hablar de sexo (salvo, claro está, en aquellos casos en los que las pulsiones sexuales de un individuo lleven a lesionar física o psíquicamente a otro ser humano).
Vivimos en una época en la que la gente cree tener “descifrada” a una persona tan pronto conoce su orientación sexual: I’ve got your number!, ¡te conozco mosco! Y claro está, utilizamos esta información para establecer una estructura de dominación, partiendo de la ecuación según la cual conocer = poder.
La verdad es que las preferencias sexuales de una persona son un satélite lejano de lo que constituye su núcleo humano. Un satélite que cuatro mil años de judeo-cristianismo, de morbosidad, represión, retorcimiento y malestar inducido por múltiples mecanismos de culpabilización, han convertido en eje de nuestro ser.
La inflación desmesurada del discurso en torno al sexo es producto de la posición central, absolutamente axial, que le atribuimos: por poco cabría establecer la ecuación: “Yo soy mi sexualidad”. ¡Pues no es así, y hace mucho que las cosas deberían haber sido reubicadas en sus respectivos niveles de relevancia! Pero esto no sucederá. No, por lo menos, durante siglos.
Práctica innata. ¿Qué es decencia? No construir la propia felicidad sobre las ruinas de alguien más. No instrumentalizar al ser humano. Tomarlo, tal cual lo subraya la moral kantiana, como un fin en sí mismo, y no como un medio hacia la consecución de nuestros propósitos.
¿Masturbarse? ¡Eso no le hace daño a nadie: es lo primero que aprendemos: detectar nuestras zonas sensibles y gratificarnos con nuestras propias manos: es una de las prácticas innatas del bebé en su cuna! ¿Qué medidas tomar? ¿Convocar concilio familiar y declarar una situación de pánico moral? ¿Llamar al padre Merrin y someter a la criatura a un exorcismo? ¿Amarrarle las manos? ¿Castrarlo? ¿Aherrojarle los genitales con un cinturón de castidad? ¿Leerle el decimonoveno capítulo del Génesis (destrucción de Sodoma y Gomorra) en latín, una y otra vez, sobre fondo musical de cantos gregorianos? ¿Ponerlo a balbucir, tan pronto sea capaz de articular sonidos: “ mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa”? ¡Busquen vida, mediocres, –como dicen los estadounidenses: get a life – y dejen de fiscalizar la vida sexual de la gente!
La persona moral es aquella que pondera el peso ético de sus actos sobre los demás. El moralista –el televangelista de pacotilla– es aquel a quien su propia conducta tiene sin cuidado, y se dedica a vigilar – sabueso entrenado para “oler el pecado” en las valijas ajenas– la vida de los otros. Los desprecio. Le han generado a la humanidad dolor y ansiedad incuantificables. Amárrense una piedra del pescuezo, y tírense de cabeza en un tanque séptico: el mundo será un lugar infinitamente más grato sin ustedes.
El autor es pianista y escritor.