Pese a que Costa Rica abolió formalmente la pena de muerte en la administración de Tomás Guardia (1877-1882) y adoptó el precepto constitucional, aún en vigor, que establece que “la vida humana es inviolable”, la realidad actual contradice este mandato constitucional.
Ya no es el Estado el que mata; ahora son las bandas y organizaciones criminales, quienes deciden quién vive y quién muere.
Lo que legalmente sería prácticamente imposible, el crimen organizado lo ha logrado: restablecer la pena de muerte en Costa Rica. Por muy triste que nos resulte reconocerlo, los datos evidencian que son ejecutadas a diario y anualmente más personas en nuestro país que en aquellos que mantienen la pena de muerte.
Lo anterior quedó evidenciado en el reportaje de la “Revista Dominical” de La Nación del 30 de agosto de este año, que publicó los datos de Amnistía Internacional, donde se señala a los países que más ejecutan, como Arabia Saudita, con 175 personas en los últimos 12 meses. Lo mismo que Singapur, país con una población similar a la de Costa Rica, en donde 70 son ahorcados anualmente.
Incluso Estados Unidos ocupa el quinto lugar entre los países con más ejecuciones, y Texas es el principal estado donde se aplica la pena de muerte: de 1982 a la fecha (33 años) han ejecutado a 500 condenados.
En Costa Rica, solo en los dos primeros meses del 2015, es decir en 60 días, hubo 86 ejecuciones atribuibles a bandas ligadas a grupos de narcotraficantes; perpetradas por los nuevos verdugos llamados “sicarios”, y como “sentencia final” se ha dispuesto “ajuste de cuentas”.
Las ejecuciones han continuado durante este 2015. La cantidad de crímenes perpetrados por estas bandas hasta octubre se calculaban en 191, cerca del 40% del total de homicidios, que llegó a 479, y se prevé superar los 500, convirtiendo este año en uno de los más violentos; incluso más que el 2010, poseedor del triste récord de haber sido el año más violento, con 527 homicidios en todo el país.
Comparaciones. Este número de muertes nos ubica en el grupo de países con tasas mayores a 10 homicidios por 100.000 habitantes, es decir, con un problema epidémico según la Organización Mundial de la Salud.
No obstante estos terribles números, algunos agentes policiales critican que se compare la situación de Costa Rica con países como México, Colombia o los del triángulo norte de Centroamérica (El Salvador, Guatemala y Honduras).
Desde luego, las cifras no tienen comparación; este año, de enero a setiembre, hubo en Guatemala 4.281 asesinatos y en El Salvador, 4.942. Mientras que durante el primer semestre Honduras contabilizó 2.628 homicidios.
Todo depende con quien te compares, como se dice popularmente. Recientemente, en el congreso del 40 aniversario del Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente (Ilanud), que tuvo lugar en San José, representantes de Suecia y Japón expusieron sus cifras sobre homicidios.
Para asombro de la mayoría del público presente de América Latina, Japón informó que tiene una tasa de 0,3 homicidios por cada 100.000 habitantes, mientras que Suecia registra 0,7 por cada 100.000 habitantes.
Incluso este último país reportó una reducción de la población penitenciaria y el cierre de varias cárceles. No por casualidad ambos países cuentan con uno de los mayores índices de desarrollo humano.
Pero la única comparación válida es con uno mismo. Costa Rica no debe compararse ni con los más malos ni con los más buenos. Debemos encontrar soluciones al problema de los homicidios en nuestro contexto, dentro de nuestra realidad y con nuestro sistema político y judicial.
Afortunadamente, existe suficiente evidencia y buenas prácticas que demuestran que los homicidios, especialmente las ejecuciones, se pueden controlar y las cifras bajarlas.
Prevención e intervención. Lo primero es reconocer que este tipo de homicidios-ejecuciones son delitos planificados, calculados y estudiados. De ahí que la prevención se dificulta por lo cual la labor de inteligencia, análisis y logística es más relevante que la misma presencia policial.
Lo segundo es la coordinación interinstitucional; por tanto, resulta positivo y un camino correcto la pasada reunión de los presidentes de los tres supremos poderes para discutir sobre el tema, aunque hasta la fecha no haya habido una estrategia concreta para hacer frente coordinadamente a este serio problema.
Las políticas represivas solas nunca serán suficientes. Por el contrario, muchas veces se convierten en factores de riesgo para más ejecuciones.
Es bien sabido que estas bandas u organizaciones criminales operan desde los centros penales, donde, en muchos casos, planifican y deciden las ejecuciones, por lo que no se debe abusar de la prisionización, ni como medida preventiva ni como penas largas de privación de la libertad.
Por el contrario, deben promoverse alternativas al encarcelamiento, otro tipo de sanciones más integradoras socialmente, como el servicio a favor de la comunidad, la reparación de los daños y el uso de dispositivos electrónicos.
El verdadero éxito se va a encontrar en dos extremos: la prevención y la intervención penal.
La prevención enfocada en los factores de riesgo, sobre todo en personas jóvenes, para evitar el uso y abuso del alcohol y las drogas ilícitas. Bajo la premisa de que si no hay consumo, no hay comercio; esto junto con programas de desarrollo comunitario, especialmente en los vecindarios más empobrecidos, y una política casi absoluta de prohibición para los particulares de portación y uso de armas de fuego.
En la intervención penal, cumplir con los fines resocializadores fijados a las penas. Por medio de verdaderos programas de rehabilitación y reincorporación social, especialmente centrado en tres ejes: laboral, educativo y de salud física y mental.
No puede haber una verdadera reinserción social sin una inserción laboral, y para que exista se necesita educación y formación. Para que esto se cumpla se necesitan personas sanas, tanto física como mentalmente.
Si el Estado no es capaz de garantizar la vida de sus habitantes, probablemente ya no sea el que mate, pero, para ubicarlo en una categoría penal, se convertiría en un cómplice.
El autor es abogado.