Una de las obligaciones inherentes al Estado de derecho es garantizar a sus ciudadanos la justicia, que no solo significa acceder a las instancias judiciales sino, sobre todo, recibir una pronta y oportuna respuesta.
El derecho a la justicia, o como la ha denominado nuestra Sala Constitucional, el derecho a la tutela judicial efectiva, implica la obligación del Estado de crear y poner a disposición de los ciudadanos mecanismos idóneos para lograr un ejercicio efectivo de la función jurisdiccional.
Dentro de estos mecanismos, debe estar un componente fundamental: el cuerpo legal o marco normativo que regule precisamente esta importante función de impartir justicia.
Recientemente, la Asamblea Legislativa ha dado un paso en la dirección correcta al aprobar el Código Procesal Civil, y derogar la anterior legislación que tenía más de 25 años de estar en vigor.
Esta nueva legislación, fruto de un importante trabajo de civilistas, procesalistas, abogados litigantes y funcionarios judiciales, tiene como característica novedosa en la historia procesal civil de nuestro país la incorporación de la oralidad en el proceso, que se ha venido practicando desde hace muchos años en materia penal, pero nunca en la civil.
Los procesos civiles, lamentablemente, se han caracterizados por su lentitud, porque los ciudadanos deben esperar cinco, diez y hasta más años para obtener una respuesta que defina los conflictos que normalmente se presentan en las sociedades.
Los procesos civiles no son solo lentos, sino también formalistas, escritos, ineficaces y costosos, lo que hace a la justicia civil inaccesible para muchos ciudadanos.
Beneficios. La incorporación de la oralidad debe buscar, primordialmente, el acceso a la justicia civil, garantizar a todos los ciudadanos en condiciones de igualdad y sin ninguna discriminación el acceso a la administración de justicia y a obtener una pronta y oportuna respuesta.
Para ello hay que cumplir con importantes principios que incorpora el nuevo Código Procesal Civil. En primer lugar, la oralidad, como regla, y la escritura, como excepción; la inmediación, sobre todo, el proceso estructurado en audiencias donde se practiquen las pruebas y ante el tribunal que va a dictar sentencia; y la flexibilización y la desformalización.
Todo esto a efecto de garantizar la conservación de los actos procesales y tener como objetivo resolver el conflicto social o de intereses que se encuentran presentes en todo litigio.
Los beneficios de la oralidad son muchos, entre ellos, que la justicia se vuelve real y más humana; se produce una identificación física entre el juez y las partes. Nunca será lo mismo para un juez tener a las partes de frente que leer un escrito.
Además, produce transparencia en la importante labor de administrar justicia, termina con el secretismo del proceso escrito y, si es pública, mejor es el control de las partes y de los ciudadanos de la función del Poder Judicial, especialmente, de los jueces.
La oralidad puede generar procesos más expeditos, eficaces y menos costosos. Sin embargo, la oralidad, ya sea del proceso como está previsto en el nuevo Código Procesal Civil, y no solo del juicio o debate en donde se va a resolver el asunto, por sí sola no produce el efecto deseado de una garantía efectiva de la justicia. El ejemplo lo tenemos en materia penal, pues desde 1975 introdujo el juicio oral y el actual Código Procesal Penal de 1996 incorpora el proceso oral en audiencias y, además, el juicio o debate oral.
A pesar de todo, el diseño del marco legal penal no ha sido suficiente para garantizar una justicia pronta y cumplida, como lo manda la Constitución.
Al no haberse establecido plazos claros y perentorios, algunos juicios penales han sido sumamente largos; no es posible que se mantenga a un ciudadano vinculado a un proceso por cinco, diez o más años sin una resolución definitiva de su caso. Esto produce una verdadera inseguridad jurídica.
Los ejemplos de posposición, interrupción, anulación y reenvíos son muy frecuentes en materia penal, lo que demuestra que la sola oralidad no resulta suficiente para obtener una verdadera justicia.
Capacitación. La oralidad es solo un instrumento, una herramienta que bien utilizada resulta muy beneficiosa para lograr procesos judicialmente válidos, breves y eficaces. Pero se necesita más que solo aprobar una buena ley para generar un verdadero cambio en la administración de justicia.
Incluso, muchas veces, se cambia la ley y no pasa nada. La realidad continúa igual. Esto se debe a varias razones; quizás la más compleja es que una nueva ley no significa un cambio en la cultura y en las prácticas judiciales de los jueces y los litigantes.
En ocasiones no es por mala fe o deseo de obstaculizar las nuevas reformas, simplemente es que no se conocen otras maneras de actuar y resolver. De ahí que una reforma legislativa como la propuesta en el nuevo Código Procesal Civil necesita una capacitación seria, permanente y especializada, primordialmente, de jueces y abogados civilistas, lo que representa también un importante desafío para los nuevos abogados. Las universidades también deberían modificar sus programas.
Además de capacitación, es preciso contar con infraestructura adecuada, espacios que permitan el desarrollo de este tipo de procesos, lo mismo que recursos informáticos; debe dotarse a los despachos judiciales de equipos de calidad y personal con capacidad y entrenamiento en el uso de estos equipos.
Debería contarse con un estudio financiero para saber cuánto cuesta y si se dispone de los recursos necesarios para aplicar esta nueva ley procesal.
Afortunadamente, el Poder Judicial cuenta con experiencia en la ejecución de la oralidad en materia penal. Es de esperar que no se repitan los errores y, por el contrario, la experiencia sirva para impartir una justicia civil más humana, real y respetuosa de los derechos fundamentales.
El autor es abogado.