En un comentario publicado por el Corriere della Sera el pasado 15 de enero, el filósofo y psicoanalista Slavoj Žižek ha intentado clarificar el panorama ideológico actual. Considerando el acceso de Trump al poder, ha explicitado las grandes contradicciones de las tendencias políticas de nuestro tiempo.
Según él, la derecha política se ha convertido en el encauce de los deseos y de las causas de los menos favorecidos; mientras que la izquierda “liberal” (como la llama él) ha privilegiado la causa de reivindicaciones de las minorías elitistas, que tienen pretensiones políticas particulares, olvidando el compromiso con los más desfavorecidos.
No hay duda de que, si nos atenemos a los comentarios de Žižek, podríamos concluir que nuestro escenario político intelectual se encuentra en una especie de impasse, de pérdida de horizonte.
Claro está, asumiendo, como Žižek, que lo lógico sería que las causas de la derecha tiendan a favorecer los intereses elitistas, mientras que aquellas de izquierda, las populares. El argumento de Žižek sería más convincente si él mismo no se considerara un promotor de la izquierda, porque haría evidente que la axiología tradicional política ha perdido vigencia.
En efecto, la causa de los pobres ya no es patrimonio de ninguna tendencia política, aunque los populismos pretendan publicitar lo contrario. Esta permanece en el limbo, en la insignificancia política.
Causa humana. De aquí nos viene una pregunta: ¿Qué significa estar de parte de la causa de los pobres? No es una respuesta simple, porque, políticamente, la resolución de semejante problema implica tomar en consideración la totalidad del entramado social.
No es solo una cosa de derechos, ni tampoco una mera reflexión económica, ni siquiera una concreta ayuda material o un auxilio paliativo a ciertas realidades desastradas. La causa de los pobres se identifica con la causa humana, en toda la amplitud que esa expresión tiene.
Por ello, las soluciones políticas de derecha o izquierda terminan convirtiéndose en simple retórica electoral. En realidad, ¿quién está interesado en salvar al prójimo necesitado?
Una de las cosas que ha clarificado la crítica posmoderna respecto a las ideologías políticas es su parcialización. No es posible dar una respuesta unívoca a los diferentes dramas humanos que hacen sufrir a las personas.
Sea por causas estructurales (institucionales, burocráticas, político-ideológicas, político-económicas, socioculturales o personales), sea por meras circunstancias (desastres naturales, situaciones no previsibles, salud, higiene personal), el malestar y la injusticia pueden llegar de improviso, mantenerse en el tiempo y convertirse en un modus vivendi.
No hay una respuesta fácil que explique la marginación o la miseria radical. Los grandes discursos políticos que lo explican todo no tienen hoy en día validez racional.
El caleidoscopio. Lo que sucede en algunos países occidentales, sin embargo, nos alerta sobre la fuerza de un discurso que tiene pretensiones de veracidad absoluta. El punto en común que tienen estas expresiones, es su antagonismo radicalizado frente a las grandes preocupaciones de las tendencias liberales que han gobernado Occidente en los últimos años.
Francis Fukuyama había hablado, cuando cayó el muro de Berlín, del fin de la historia. Ahora, él mismo se autocritica, al ver, indignado, lo que pasa en nuestro mundo. La historia, entendida como antagonismo político-ideológico no ha terminado, sino que ahora, en la época posmoderna, muestra su verdadera esencia: la confusión ideológica.
La filosofía posmoderna ha adoptado la metáfora del caleidoscopio para referirse a la simbolización o comprensión racional de la realidad humana: los mismos colores producen en continuación figuras totalmente diferentes y originales, conforme el ingenio se mueva según la voluntad de su manipulador.
Así, hoy, las diversas tendencias políticas se mueven en forma caleidoscópica. Pero ¿qué mueve el caleidoscopio para que las formas reflejadas cambien continuamente?
Este es el punto central de todo el devenir político contemporáneo: la necesidad de crear un discurso que pueda convencer a las masas. Con el surgimiento de las sociedades democráticas y la universalización del voto, el deber ciudadano se ha convertido en un mercado que hay que convencer de la validez de las propias expresiones discursivas.
Nótese que a propósito se ha evitado decir “posiciones ideológicas”, porque estas no son ya motivo de afiliación política. Los “partidos” han dejado de ser puros representantes de concepciones ideológicas para convertirse en catapultas hacia el poder institucional, dado que su dinámica está regida más por intereses particulares que por modelos de interpretación racional de la realidad social.
En otras palabras, la política está menos regida por la razón y más determinada por el interés. Los nuevos movimientos políticos contestatarios son un claro ejemplo: reniegan de cualquier institucionalización, aceptan a cualquiera que se oponga al sistema imperante, sus propuestas de ley son inoperantes porque son incoherentes. Entonces, ¿cuál es su función social? Hacer políticamente significativas las posiciones de un estrato social medio alto, que no se identifica con ninguna agrupación política porque simplemente defiende prioritariamente su estándar de vida.
Los movimientos no son cercanos a las masas empobrecidas, sino a los burgueses temerosos. En efecto, la razón humanista no pervive en ellos.
Y aquí sobreviene otra pregunta: ¿quién está cercano a los pobres? Ciertamente no las partes institucionalizadas (sindicatos y asociaciones comprendidos).
Divorcio tácito. Hace tiempo que existe un divorcio tácito entre instituciones y pueblo, porque el último no es capaz de pagar –o no está interesado en hacerlo– la burocracia que supone tener una representación civil. Pero tampoco es cierto que quien llega al poder se puede arrogar sin más esa representación, porque el voto no implica hoy una real representación política, aunque sí puede expresar inconformismo, rivalidad, conflicto y venganza.
El que vota no tiene ninguna forma efectiva de obligar a su representante a sostener las ideas que le dieron su puesto, al menos esto es cierto en cuanto que las formas previstas por la ley son totalmente desconocidas por la mayoría de la población.
¿Qué ha generado este cambio en la política y en el concepto de representación? La pérdida de la esperanza utópica y la absolutización de la negociación entre las partes, egoístamente interesadas, como único horizonte posible de concordia social.
Esto, a su vez, conlleva otro corolario: si los principios axiológicos no son armónicos o aceptados entre las partes, entonces, el interés particular es lo que aglutina a los grupos que entran en conflicto, porque con la pertenencia a ellos los individuos se aseguran una cuota de influencia política significativa. ¿No es eso lo que ocurre ahora con las alianzas políticas, que hieden a putrefacta corrupción?
Caos. La confusión de las ideologías ha generado, a su vez, un caos axiológico, como una reacción en cadena; porque el “razonar” ha dejado de ser un valor en cuanto que sus productos (las ideologías o el pensamiento crítico) parecen haber fracasado en su intento de hegemonía.
Por eso, rehusar pensar y concentrarse en los propios sentimientos e intereses resulta ser la cosa más natural de nuestra sociedad. Al menos eso es lo que testimonian los medios de comunicación de masas.
El repliegue del pensar crítico o, mejor, su merma en popularidad, tendrá nefastas consecuencias en nuestro mundo; porque habremos destruido nuestro único espacio libre de reflexión.
Fukuyama tenía razón en una cosa: en nuestro tiempo se han impuesto las ideas “popularmente” tiránicas porque dan seguridad, parece que no vivimos en la historia, entendida como memoria crítica de la existencia personal y social.
Empero, eso no quiere decir que debemos tomar distancia del dolor y de la ambigüedad. Todavía podemos apostar por una mente abierta y sincera, capaz de abrir senderos en las densas selvas de la relativización ideológica y política.
No es la mera reivindicación de “mi derecho” lo que nos salva de la barbarie egoísta. La donación, la amistad sincera, el compromiso decidido por los que se ama y el deseo de justicia para todos, es lo único que nos puede dar esperanza.
El autor es franciscano conventual.