BERLÍN – La estrategia política en grande y la experiencia cotidiana con frecuencia tienen mucho en común. Quien pruebe, por ejemplo, a tragarse un salami entero probablemente acabará muriendo de asfixia. En el mundo de la alta política, el comportamiento no es diferente: se corta en rajas el salami antes de consumirlo. Si no se puede alcanzar un objetivo inmediatamente, se hace una aproximación paciente, paso a paso.
Actualmente, el Kremlin está recurriendo a esa “táctica del salami” con Ucrania. Ante nuestros ojos está desarrollándose una tragedia en varios actos, en la que los intérpretes y sus fines están claros. Lo que no se sabe es cuántos más actos tendrá ese triste espectáculo político y, por tanto, cuándo –y cómo– acabará.
El primer acto comenzó en el otoño del 2013, cuando el entonces presidente Viktor Yanukóvich engañó a la Unión Europea y a sus dirigentes al negarse a firmar un acuerdo de asociación preparado desde hacía mucho. En cambio, optó por hacer entrar a Ucrania en una unión aduanera con Rusia, a cambio de un montón de liquidez, y petróleo y gas baratos. El presidente de Rusia, Vladimir Putin, parecía haber logrado su objetivo político, a saber, devolver firmemente a Ucrania –que había estado derivando hacia Europa durante todo el período postsoviético– a la esfera de influencia del Kremlin.
El segundo acto fue interpretado por el pueblo ucraniano, que, en el oeste del país y en la plaza Maidan de Kiev, se rebeló contra el empeño de Yanukóvich de alinear a su país más estrechamente con Rusia. Después de tres meses de protestas, el levantamiento acabó derrocando de Yanukóvich, lo cual descarriló temporalmente el plan de Putin de convertir a Ucrania en su vasalla pacíficamente. No fueron la OTAN, ni la Unión Europea (UE), ni los Estados Unidos los que actuaron para bloquear la desviación de Ucrania hacia el Este. Yanukóvich fue expulsado del poder por una importante mayoría de los propios ucranianos.
El tercer acto fue consecuencia de la situación política interna de Putin, y el resultado fue una solución momentánea que acabó en la torpemente disimulada invasión armada y, después, la anexión de Crimea por parte de Rusia. Sin la anexión de Crimea, Putin afrontaba un desastre político interno y un fin prematuro de su sueño de representar de nuevo la “reunión de todas las tierras rusas” de Iván el Terrible y restablecer el poder mundial de Rusia.
Pero el objetivo de Putin nunca ha sido el control ruso solo de Crimea, pues siempre ha querido apoderarse de toda Ucrania, porque nada teme más que un vecino moderno, democrático y con éxito que socave con su ejemplo la autoridad de su “democracia tutelada”. Así, pues, ahora hemos llegado al cuarto acto de la tragedia, en el que Rusia intenta apoderarse de la Ucrania oriental y Occidente reacciona.
La anexión de la Ucrania oriental –y, por tanto, la división del país en dos– por la fuerza cuenta con mucho menos apoyo, incluso entre los rusófonos, que la operación en Crimea. El objetivo de la intervención militar encubierta de Rusia allí es la de desestabilizar a Ucrania a largo plazo, recurriendo a unos “disturbios” orquestados para deslegitimar a corto plazo las elecciones presidenciales del 25 de mayo, lo cual impediría la consolidación del orden político post-Yanukóvich.
La tarea que corresponde a Occidente es la de estabilizar a Ucrania con medios políticos y económicos, y contener el expansionismo ruso. A nadie sorprenderá que el Kremlin esté intentando lograr que la reacción occidental resulte lo más onerosa e incómoda posible aplicando su estrategia desestabilizadora ante nuestros ojos, paso a paso, con la esperanza de que llegue un día en que una Europa y unos Estados Unidos frustrados tiren la toalla.
Es previsible que ni Rusia ni Occidente tengan la fuerza suficiente para lograr plenamente sus objetivos en Ucrania. Así, pues, sería sensato por ambas partes intentar conciliar, junto con los ucranianos, sus intereses, pero, para eso, sería necesario que Putin abandonara sus ambiciones estratégicas, cosa que nunca hará, siempre y cuando pueda seguir cortando rajas del salami.
La posibilidad de mellar el cuchillo de Putin y acabar con la crisis ucraniana pacíficamente depende en gran medida de la UE. Las sanciones no impresionarán a Putin (él y sus compinches están aislando a Rusia económica y financieramente con más eficacia de lo que podrían hacerlo la mayoría de las sanciones): medidas políticas pacíficas, pero tangibles, dentro de Europa sí que lo harán.
El primer ministro de Polonia, Donald Tusk, ha hecho la propuesta adecuada a ese respecto: la pronta creación de una unión energética europea, comenzando por el gas natural e incluyendo la representación conjunta en el exterior y una política común de fijación de precios. Esa medida, combinada con una mayor diferenciación entre los países proveedores y un mayor avance hacia la aplicación de tecnologías de energías renovables, invertiría el equilibrio de poder entre la UE (el cliente más importante del petróleo y el gas natural de Rusia) y el Kremlin.
Si, al mismo tiempo, Polonia decidiera adherirse al euro en la oportunidad más temprana posible, el desafío de Putin a la Europa occidental recibiría una respuesta contundente y totalmente pacífica, y Polonia asumiría el papel de protagonista en el centro de una Europa cada vez más integrada.
Ha sido, sobre todo, Alemania la que se ha opuesto a integrar los mercados energético y de gas natural de Europa. Tras la tragedia de Ucrania, nadie en Berlín podrá defender esa posición, sobre todo porque los dirigentes de Alemania no quieren enfrentarse a Rusia mediante sanciones. Ya no habrá margen para aducir excusas con las que rechazar una unión energética. Todo el mundo sabe ahora en qué consiste esta comunidad llamada Europa. Digámoslo con una cita de El fanfarrón de Esopo: Hic Rhodus, hic salta! Basta de palabras, Europa. ¡Ahora actúa!
Joschka Fischer, ministro de Asuntos Exteriores y vicecanciller de Alemania de 1998 al 2005, fue dirigente del Partido Verde Alemán durante casi 20 años. © Project Syndicate.